Existen
familias en las que sus integrantes viven en peores condiciones a las que
padecerían en una cárcel. Por este motivo, no podemos descartar que algunos
proyectos de vida incluyan procurar la reclusión carcelaria como una forma de
disminuir sus padecimientos.
Esta breve
historia cuenta el caso de un reincidente al que podríamos comprender (nunca
justificar) en su búsqueda de reingresar a la cárcel.
Mi viejo me fue a visitar
muchas veces, y lo valoro porque sé cuánto rechaza a los delincuentes. Para él
era un verdadero sacrificio ir hasta una cárcel tan lejana, dejarse manosear
por los milicos y después estar un rato conmigo en un lugar que consideraba
deprimente.
Cuando yo era chico recuerdo
que lloró abrazado a mi madre al volver de la inauguración de un lujoso
shopping center construido mediante el reciclaje de una cárcel. «Sentí los gritos
desesperados de los presos», decía apretujándose contra el vientre de mamá.
Imagino cuánto dolor habrá tenido cuando yo fui condenado a varios años
de cárcel por asuntos que no vienen al caso.
Mi madre era más disciplinada. Durante todo el tiempo de reclusión fue
sin faltar un día. Entre los presos ganó el premio a la constancia. Algunos me
hacían comentarios como si la conocieran. Yo se los trasmitía y ella les
mandaba saludos. Roberto le decía «mi suegra» acariciándome el cabello.
Las cosas entre los viejos empezaron a andar mal y terminaron
divorciándose. Al veterano lo destrozó la separación. Se ve que la quería.
Al poco tiempo supe que mi madre trajo a su casa a un rapiñero muy
pesado que liberaron dos meses antes que a mí. Algunos compañeros, quizá los
que más me envidiaban por ser tan visitado por ella, comentaron que mi madre y
el Cacho se conocían desde hacía mucho tiempo. No sé, mi madre es adorable pero
no es una santa.
Cuando llegó el día de mi libertad me fui a vivir con ella y el Cacho.
Yo me había cruzado un par de veces con él pero durante la cena de mi
liberación me di cuenta que el tipo era una verdadera porquería. Pensé mucho en
mi padre y no podía entender los gustos de mi madre.
Esa primera noche hubo un ambiente tenso porque se ve que no le caí bien
al hombre. Me hacía bromas insoportables, me habló mal de Roberto. El tipo
quería hacerme calentar y no le costó nada encontrar mis puntos flacos.
Como entre juegos, empezó a toquetearla. Ella se reía, no sé si por
diversión o por los nervios. Con irritante claridad vi como le metía una mano
por debajo del vestido y creo que, por como ella quedó suspendida en el aire,
llegó a introducirle un dedo en el ano. Sentí ganas de matarlo. Tuve que irme a
la cocina para esconder mi cara de furia respirando hondo.
Los recuerdos de aquel lugar me ayudaron a salir un poco del presente
lacerante. Miré las ollas esmaltadas marca SUE, la estantería que hizo mi padre
mientras yo le alcanzaba clavos, el hacha tronzadora de acero toledano que les
regaló mi abuela cuando se casaron. Ahí estaba mi infancia deslumbrada por la
ingenuidad.
Terminar de cenar fue un suplicio. Me pareció que la vida en la cárcel
no es tan mala después de todo.
Los juegos de manos siguieron, los chistes soeces, los piropos
ordinarios. Mi corazón era audible.
Por suerte terminamos de cenar y nos fuimos a dormir. Tratando de
calmarme recé para que Roberto estuviera bien y para que nuestras vidas fueran
recobrando la normalidad.
Pero faltaba lo peor. Por sobre el volumen de la televisión, ellos
empezaron a proferir ruidos eróticos, la cama crujía como un buque añoso en una
tormenta, el muy repugnante la estimulaba diciéndole groserías
imperdonables.... Ella gemía con un descontrol desconocido por mí.
Enrollado en posición fetal, me tapé los oídos con la almohada. Estuve a
punto de vomitar. Con tantos movimientos desgarré la sábana de abajo. Le pedí a
Dios que me ayudara. Finalmente, se reinstaló el silencio en aquel dormitorio
pero no en mi cabeza.
No sé por qué volvía, una y otro vez, aquella imagen de mi papá llorando
por la cárcel burlonamente devenida shopping.
Me levanté como para tomar agua. Podía ver en la oscuridad con una
insólita nitidez. Fui a la cocina, agarré el hacha de mi abuela, entré en el
dormitorio de los ruidosos enamorados y le partí el cráneo al repugnante
manoseador.
Creo que mi madre se puso a gritar y me parece que en poco rato la casa
se llenó de policías. Recuerdo que el más corpulento se había empecinado en
apoderarse del hacha.
El juez me preguntó por qué lo había matado. No quise contar los
detalles indecentes por respeto a mi mamá y sobre todo a mi papá. Opté por una
declaración verdadera pero que el juez fuera capaz de entender. Le dije que
extrañaba demasiado a Roberto.
(Este
es el Artículo Nº 2.277)
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