Las religiones se toman en serio la divertida ilusión que nos proponen los magos.
Lo que llamamos «magos» son en realidad «ilusionistas».
Un mago sería (si existiera) un personaje dotado de poderes sobrenaturales, que realiza actos sorprendentes, milagrosos, reñidos con la lógica, mientras que un ilusionista es quien genera ante nosotros ciertos movimientos que nos hacen creer que un hecho mágico acaba de ocurrir.
Por lo tanto, lo que todos conocemos son personas que nos inducen ciertas creencias, visiones, interpretaciones de la realidad. Por ejemplo, nos hacen creer que con un movimiento aparatoso de sus manos, atravesaron un vidrio sin romperlo.
Dicho de otra forma, el acto mágico ocurre en nuestras mentes, somos los espectadores quienes le asignamos esa cualidad al sorprendente fenómeno que nos hicieron ver.
No solamente intervienen en esa conclusión nuestra incapacidad para percibir todos los detalles del truco, sino que es principal ejecutor de esta ilusión, nuestro anhelo de que ese tipo de cosas ocurran.
¿Por qué disfrutamos tanto con esos fenómenos milagrosos? Uno de los factores determinantes —aunque no el único—, es la megalomanía, la omnipotencia, la alocada suposición de que somos muy poderosos, de que «querer es poder» o que los límites a nuestros emprendimientos no son más que manifestaciones de nuestra falta de fe, debilidad espiritual o simple haraganería.
Recuerdo un grafiti que decía: «Lo imposible sólo toma un poco más de tiempo».
Mi cuestionamiento a las religiones se debe a que los clérigos alientan a sus fieles para que cuenten con esos poderes mágicos, para que cuenten con que «la fe mueve montañas», y como garantía de esas promesas, todo lo que no se logre en esta existencia, se logrará después de la muerte.
La vida mágica sólo es rentable para Disney Word (imagen).
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