Debo considerarme un hijo predilecto de Dios. He tenido mucho apoyo de Nuestro Señor.
A mis padres y a mi hermanita no
les ha ido tan bien.
Cuando ellos se vinieron conmigo
para que pudiera empezar mis estudios superiores en la Facultad de Literatura
del Estado contamos con ese beneplácito que siempre demostró El Señor por mí.
Y así fue, como no podía ser de
otra forma.
En la primera oportunidad que
concurrí a pedir trabajo a una gran empresa fui aceptado y de tarde mismo me
agregaron a la numerosa plantilla.
Me atendió el hombre más
maravilloso que he conocido en mi vida: el Señor Augusto.
Él era el jefe del depósito de
materiales y él mismo me hizo la entrevista.
Inmediatamente me di cuenta que
era una persona de luz. Sus ojos irradiaban calidez, confianza, firmeza,
inteligencia, amor, bondad. Las manos eran varoniles, grandes pero de piel
suave.
Todos los días usaba la misma
ropa, siempre impecable, bien planchada, ligeramente aromatizada por algún
jabón muy costoso.
Cuando nos conocimos algo saltó
en mi estómago y una vocecita me dijo, como tantas otras veces: “El Señor está
contigo”.
Aunque el sueldo era modesto mi
pasión por servirlo me llevaba a cumplir sus mismos horarios y jamás se me
ocurrió pensar que esas horas extras debería cobrarlas. Habría sido un abuso de
mi parte porque yo las cobraba en el único valor significativo: el honor de
trabajar para el jefe, pues indirectamente era como trabajar para El Señor.
A pesar de su modesto perfil, el
Señor Augusto era el esposo de la propietaria de la empresa: Doña Maruja.
Dos años después de haber
ingresado a trabajar pude conocerla. Al entrar a su enorme y lujosa oficina una
secretaria me hizo señas para que no me acercara al escritorio y que le hablara
desde lejos.
Todo transcurrió serenamente
aunque el estudio nocturno avanzaba poco.
Algunas dificultades para
tolerar el encierro en el depósito me llevaron a consultar a la psicóloga de la
empresa quien, luego de expresarle mis sentimientos por el jefe, insistía en
preguntarme si soy homosexual.
La profesional no podía entender
cuánto placer sentía yo en obedecer con devoción al Señor Augusto.
Todo empeoró cuando él se
enfermó y no permití que nadie lo cuidara más que yo.
En sus últimos minutos de vida
me dijo que, cuando tenía que hacerle el amor a Doña Maruja, sólo eyaculaba si
pensaba en mi cuerpo.
(Este es el Artículo Nº 1.812)
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