domingo, 3 de marzo de 2013

Amor al jefe



 
Debo considerarme un hijo predilecto de Dios. He tenido mucho apoyo de Nuestro Señor.

A mis padres y a mi hermanita no les ha ido tan bien.

Cuando ellos se vinieron conmigo para que pudiera empezar mis estudios superiores en la Facultad de Literatura del Estado contamos con ese beneplácito que siempre demostró El Señor por mí.

Y así fue, como no podía ser de otra forma.

En la primera oportunidad que concurrí a pedir trabajo a una gran empresa fui aceptado y de tarde mismo me agregaron a la numerosa plantilla.

Me atendió el hombre más maravilloso que he conocido en mi vida: el Señor Augusto.

Él era el jefe del depósito de materiales y él mismo me hizo la entrevista.

Inmediatamente me di cuenta que era una persona de luz. Sus ojos irradiaban calidez, confianza, firmeza, inteligencia, amor, bondad. Las manos eran varoniles, grandes pero de piel suave.

Todos los días usaba la misma ropa, siempre impecable, bien planchada, ligeramente aromatizada por algún jabón muy costoso.

Cuando nos conocimos algo saltó en mi estómago y una vocecita me dijo, como tantas otras veces: “El Señor está contigo”.

Aunque el sueldo era modesto mi pasión por servirlo me llevaba a cumplir sus mismos horarios y jamás se me ocurrió pensar que esas horas extras debería cobrarlas. Habría sido un abuso de mi parte porque yo las cobraba en el único valor significativo: el honor de trabajar para el jefe, pues indirectamente era como trabajar para El Señor.

A pesar de su modesto perfil, el Señor Augusto era el esposo de la propietaria de la empresa: Doña Maruja.

Dos años después de haber ingresado a trabajar pude conocerla. Al entrar a su enorme y lujosa oficina una secretaria me hizo señas para que no me acercara al escritorio y que le hablara desde lejos.

Todo transcurrió serenamente aunque el estudio nocturno avanzaba poco.

Algunas dificultades para tolerar el encierro en el depósito me llevaron a consultar a la psicóloga de la empresa quien, luego de expresarle mis sentimientos por el jefe, insistía en preguntarme si soy homosexual.

La profesional no podía entender cuánto placer sentía yo en obedecer con devoción al Señor Augusto.

Todo empeoró cuando él se enfermó y no permití que nadie lo cuidara más que yo.

En sus últimos minutos de vida me dijo que, cuando tenía que hacerle el amor a Doña Maruja, sólo eyaculaba si pensaba en mi cuerpo.

(Este es el Artículo Nº 1.812)

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