Quienes aman el dinero tienen fe en la sociedad
que lo emite y quienes solo aman a su Dios tienen exclusivamente fe en sí
mismos.
Los humanos no somos
caprichosamente desconformes: necesitamos, deseamos y anhelamos cosas
diferentes a lo largo de la vida.
Esta condición puede ser una
consecuencia de nuestro instinto gregario o, por qué no, la causa de ese
instinto. En otras palabras:
— o tendemos a reunirnos en
colectividades y por eso aprovechamos las diferentes destrezas de nuestros
compañeros para disfrutar de sensaciones distintas;
— o es nuestra necesidad de
disfrutar sensaciones diferentes lo que nos lleva a reunirnos con gente que tenga
distintas habilidades.
Sea por el motivo que sea, el
hecho es que durante toda la vida practicamos el trueque.
Cinco siglos antes de Cristo
aparecieron las monedas: trocitos de metal valioso que podían ser cambiados por
cualquier objeto.
Hace apenas dos o tres siglos
nos animamos a remplazar esas monedas poseedoras de un valor propio (el metal
precioso del que estaban compuestas) por los trozos de papel pintado que hoy
usamos como dinero en forma de billetes.
Este cambio fue dramático,
revolucionario, insólito. ¿Puede imaginar el estado de ánimo de quien permutó,
(compró), una casa entregando una cantidad de monedas de oro y termina
canjeándola, (vendiéndola), por una cantidad de papeles?
Esta revolución consistió en
pasar del dinero material al dinero fiduciario, es decir, al dinero cuya
circulación y aceptación dependen exclusivamente de la confianza que inspire
entre los ciudadanos.
Eso es el dinero fiduciario:
un papel que inspira confianza, credibilidad, fe.
La pasión, el amor, la
predilección por uno mismo se denominan egoísmo, egocentrismo, individualismo.
Podríamos concluir que:
Quienes aman el dinero tienen fe en la sociedad que lo emite y quienes solo
aman a su Dios tienen exclusivamente fe en sí mismos.
(Este es el Artículo Nº 1.831)
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