Pagamos con satisfacción
a quien produce bienes y servicios que realmente necesitamos, de buena calidad,
entregados oportunamente y con precio razonable.
En muchas personas existe la
creencia en que para ganar dinero honestamente tenemos que hacer méritos hasta
que los beneficiados por nuestra devoción hacia ellos los obliguen a
retribuirnos.
Si le costó entender lo que
quise decir, entonces usted no pertenece a ese grupo de trabajadores que solo
cobran lo que les pagan, incapaces de asignarle un valor a lo que producen,
alejados de otros colegas con quienes pueden juntarse para defender mejor los
intereses que profesionalmente comparten.
Aunque el Diccionario de la
Real Academia Española aún no lo ha validado, (cursa el año 2013), ya podemos
usar la palabra «meritocracia», la que etimológicamente querría decir: «gobierno
ejercido por quienes tienen mayores méritos».
El eslogan más antiguo y convincente de esta idea dice: «Ayúdate que te
ayudaré», con lo cual quiere decirse, entre otras cosas, que primero tenemos
que hacer méritos para luego recibir el premio merecido.
Dado el contexto básicamente religioso del eslogan el empleador
universal es Dios, a quien por definición se le atribuyen las aptitudes de
saberlo todo y de ser perfectamente justo.
Para quienes se adelantan a los acontecimientos, (a la propia muerte), y
suponen que ya están viviendo en el Paraíso, es lógico pensar que el mercado
laboral está regido directamente por el Jefe Máximo (Dios).
Pero no es así: el mercado laboral del planeta Tierra tiene otra lógica,
más fría, menos mágica, con un criterio de justicia que NO es divino.
Entre los que aún seguimos vivos, se le paga a quien produce bienes y
servicios solicitados por el comprador (empleador, cliente), en proporción a la
buena calidad, a la oportunidad (no en cualquier momento sino cuando son
pedidos) y con precio razonable.
(Este es el Artículo Nº 1.870)
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