sábado, 9 de noviembre de 2013

El tamaño del pene y el placer del parto


Les comento una posible explicación de por qué los varones estamos tan pendientes del tamaño del pene.

Las mujeres suelen burlarse de los varones preocupados por el tamaño de su pene.

Siendo que con apenas 8 centímetros de largo estamos posibilitados para contribuir a la conservación de la especie, soñamos con tener instrumentos genitales mayores: 15, 20, 25 centímetros.

Quienes los poseen suelen trabajar como artistas porno, pero Photoshop es un software capaz de hacer cambios en las fotografías como para que, al mirarlas llenos de envidia, sigamos pensando que nuestro órgano reproductor es realmente patético.

Sería obvio decir que esta es una manía machista, pero no sería tan redundante comentar que aquel castigo bíblico que nos condenó a sudar y a tener dolores de parto podría ser una causa eficiente de esta preocupación masculina.

Obsérvese que actualmente muchas respetables personas concurren a gimnasios para forzar el sudor, no solo en el sauna o en los baños turcos, sino también tratando de levantar objetos pesados u otras actividades igualmente inútil y generadoras de sudor.

Por lo tanto, el castigo bíblico no fue como se dice sino que pasó lo siguiente: Cuando Adán y Eva comieron la manzana vino la orden del jerarca máximo (Dios) de echarlos del Paraíso, por desobedientes. Quien les dio la mala noticia, por piedad o por temor a que Adán matara al mensajero, les comunicó la información agregándole un consuelo: «Miren que fuera del Paraíso podrán disfrutar sudando y sufriendo en los partos».

Efectivamente, en las mujeres existen dos tipos de dolor: el común, el que tenemos todos, el que nos obliga a evitarlo, y el exclusivamente femenino, el que las hace gozar cuando paren.

Esto explica todo: los varones querríamos entrar y salir de la vagina con penes tan grandes como niños.

(Este es el Artículo Nº 2.074)


Ya no es obligatorio tener hijos


Las futuras generaciones se beneficiarían si a los nuevos matrimonios les ordenáramos que solo tengan hijos cuando los deseen apasionadamente.

Aunque la situación no permita aún «tirar manteca al techo», con siete mil millones de ejemplares en nuestra especie, nos podemos permitir el lujo de suavizar el mandato milenario de tener hijos para que, al morir, queden remplazos.

Hasta hace diez años atrás, era bien visto que hombres y mujeres se casaran, muy probablemente ante la ley (matrimonio civil) y además ante Dios (matrimonio religioso).

Luego de cumplido este primer compromiso con la sociedad, comenzaban las presiones con un insinuante «¿y, para cuándo...?», pues la parejas tenían la orden de tener, por lo menos, dos hijos, y si fueran un varón y una niña, mejor aún.

El objetivo era elemental: al procrear un varón y una niña la especie sabía que, ante la muerte de los padres, ahí tendríamos a los hijos que mantendrían el stock de humanos.

La situación viene cambiando y aquel mandato imperativo puede comenzar a perder vigencia.

Teníamos terminantemente prohibido ejercer la homosexualidad porque esta opción sexual es estéril. Sin embargo, cada vez más, se aprueban leyes que permiten esa posibilidad, al punto de igualarla con la heterosexualidad. En muchos países llamamos, (escribo desde Argentina y Uruguay), matrimonio, tanto a la unión entre dos personas de diferente sexo como a la unión entre dos personas del mismo sexo.

Por lo tanto, ante el dato de que nuestra especie cuenta con una cantidad de ejemplares que ahuyenta el fantasma de su extinción, ya no es preciso conservar una reproducción intensiva y quienes deseen vivir juntos no están presionados para tener por lo menos dos hijos.

Las futuras generaciones se beneficiarían si a las nuevas uniones ahora les ordenáramos que no tengan hijos excepto que los deseen apasionadamente.

(Este es el Artículo Nº 2.050)