lunes, 5 de noviembre de 2012

El sacrificio como premio


 

Existen procedimientos psicológicos para suponer que un acontecimiento notoriamente perjudicial, es en realidad una prueba o el beneficio de una capacitación.

Si cualquiera de nosotros fuera empleado de una prestigiosa compañía y fuéramos designados para hacer algún curso que nos demande mucho estudio,  o si fuéramos designados para realizar un durísimo entrenamiento, tendríamos suficientes motivos para pensar que los responsables de la administración de los recursos humanos ven en nosotros a alguien con gran potencial, con talento suficiente como para realizar gastos en capacitación que permitan ser catalogados como inversiones.

Aunque esta buena imagen que hemos inspirado en los directivos nos honra y nos llena de orgullo, debemos reconocer que las exigencias de la capacitación  nos demandan un gran sacrificio.

En nuestro estado de ánimo seguramente influirá la opinión de los testigos de esta nueva situación. Más allá de nuestra propia evaluación, veremos con agrado que muchas personas nos feliciten o que que algunos den muestras de envidiar nuestra suerte.

Aunque suena paradójico, encontramos acá una cualidad de la envidia: nos sirve para saber que nuestra situación es valiosa, deseable, honrosa. En otras palabras, la envidia ajena nos informa que estamos teniendo suerte, cosa que no siempre somos capaces de percibir.

Hasta acá tenemos situaciones reales, concretas, objetivas, fáciles de entender, pero existen otras menos reales, concretas, objetivas y fáciles de entender.

Cuando nuestra suerte cae y empezamos a sentir malestares de diferente grado, nuestra naturaleza puede reaccionar de dos maneras:

— Se pone en guardia e inicia un fuerte intento de mejorar las condiciones de vida; o, por el contrario

— Comienza a suponer que esa situación, que para casi todos es desafortunada, en realidad se trata de una prueba, una capacitación o un entrenamiento al que es sometido porque alguien superior, quizá Dios, lo ha elegido para otorgarle algún premio envidiable.

(Este es el Artículo Nº 1.710)


No hay personas con poder sino roles con poder



   
El poder no es de las personas sino del rol que estas ocupan transitoriamente y  además, ese poder no es omnipotente.

Dos parroquianos muy ilustrados discuten en un bar sobre la gestión de varios presidentes de la república. La discusión a veces sube de todo porque uno se molesta pues el otro no reconoce los méritos de Fulana, pero sí defiende hasta con cierta necedad las políticas sociales de Mengano.

En general están bastante de acuerdo porque los presidentes que han conocido tuvieron gestiones claras que luego se reflejaron en las urnas, ya sea porque fueron reelegidos o porque desaparecieron de la actividad política, con índices de popularidad malos y hasta avergonzantes para quienes alguna vez confiaron en ellos.

Esta discusión solo puede darse entre personas que suponen que esos gobernantes realmente gobernaron mediante acciones intencionales, pero la discusión casi no tendría razón de ser para quienes suponen que gobiernan los roles (rol de presidente) y no los coyunturales ocupantes de esos roles.

Los ciudadanos soñamos con tener mucho poder, hasta imaginamos que alguien lo tiene todo (Dios, el diablo, el presidente del país más poderoso de la tierra). Imaginamos eso para seguir soñando con que si otro llegó a tenerlo también nosotros podríamos tenerlo.

Creemos además que con ese inmenso poder podemos evitarnos muchas molestias: jamás sufriremos hambre o sed, nunca tendremos que obedecer a otros, tendremos una salud perfecta porque le exigiremos a la medicina que impida nuestra enfermedad o muerte.

En los hechos la realidad quizá no sea tan así:

— es probable que el poder radique en los roles y no en las personas (dado que estas lo pierden cuando son remplazadas por otras);

— que sea la «Institución Presidencia» la que manda  pero no Fulana o Mengano; y

— que el poder real dista mucho de ser omnipotente.

(Este es el Artículo Nº 1.720)