domingo, 25 de diciembre de 2011

Domingo por la tarde

El aburrimiento ocurre cuando nos quedamos sin necesidades ni deseos. Aunque parezca mentira, la saciedad es un verdadero problema.

El tedio es un malestar moderado que se torna penoso cuando se prolonga en el tiempo.

Una de las ventajas de la vida conyugal es la de contar con un culpable genérico, específico, identificable, de todas aquellas frustraciones cuya responsabilidad no es oportuno asumir.

Por culpa del cónyuge no hemos terminado nuestros estudios, tenemos ingresos miserables, nos cargamos de hijos (dos), y los domingos son más aburridos y rutinarios que cualquier día laboral.

Si bien aburrirse sólo es molesto, el aburrimiento en compañía parece potenciarse y el voltaje de agresividad prospera.

El hastío ocurre por un desbalance entre las necesidades-deseos y aquello que los satisface.

Aunque suena paradójico, un alto porcentaje del fastidio que provoca el tedio ocurre por falta de necesidades y deseos.

¿Pasamos toda una vida tapando el angustiante agujero de las necesidades y remendando las frustraciones a nuestros deseos insatisfechos para que nos sintamos mal cuando esto ocurre? Respuesta: sí.

Lo que está fallando es la evaluación, la escala de valores, el criterio con que determinamos que algo es bueno o algo es malo.

Esos insoportables domingos por la tarde se viven con más calma cuando asumimos que felizmente «mañana es lunes» y que la biblia se equivoca: el trabajo no es una condena eterna porque Dios es tan necio que se enojó por un pecadito insignificante (comer una manzana ¡qué despropósito!).

Lo que realmente falló fue la crónica bíblica. Los hechos ocurrieron de otra forma. Dios es mentalmente sano y cuando vio que Adán se comía la manzana, pensó: «¡Caramba! Mis creaturas son imperfectas, ¡me equivoqué!».

Rápidamente se consoló pensando: «Bueno, no se equivoca quien no hace nada», y dejó de autoflagelarse como hacemos sus imperfectas creaturas.

Artículo vinculado:

El sufrimiento por «saciedad extrema»

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El acoso padecido o provocado

Nuestro cerebro es incompetente para determinar cuándo es víctima y cuando procura serlo.

Antiguamente teníamos la certeza que todos los seres vivos habían sido creados por un ser superior, un personaje de poderes sobrenaturales, un gran padre.

En ese entonces a nadie se le ocurría hacer el planteo más contemporáneo sobre «¿Qué fue primero, el huevo o la gallina?» pues ya se sabía que había sido la gallina, creada a su vez por el dios de ese pueblo.

La ciencia le quitó terreno a las creencias mágicas, místicas, fantásticas, pero como los seres humanos vivimos mejor si nos reunimos en torno a una convicción y la palabra «religión» deriva de religiosus = escrupuloso, contrario a la negligencia, terminamos creyendo que la ciencia sí nos provee verdades incuestionables, lo cual, a largo plazo, tampoco es cierto porque las «verdades» científicas se renuevan con lo cual podemos decir que las anteriores no eran tan verdaderas.

En suma: la ciencia es una religión, con muchos devotos y hasta con inquisiciones, porque los «científicos fundamentalistas» suelen ponerse muy agresivos con quienes cuestionan sus «verdades».

Con esta introducción sólo intento quitarle un poco de luz al encandilamiento religioso de la ciencia para decir que el ser humano no es apto para acceder a la verdad, aunque sí está dotado para soñar con ella al punto de creer que ese sueño es realidad.

Voy al punto: como dije en otro artículo (1), tenemos una actitud tan ambivalente hacia nuestro padre que hasta podemos imaginarnos sexualmente acosados (hijos e hijas), sin dejar de amarlo y respetarlo.

En ciertos casos esto se resuelve desplazando esos sentimientos a otros personajes y circunstancias, como por ejemplo a otras figuras paternas (gobernantes, clientes, competidores, maestros, jefes), sin saber qué ocurrió primero: si él quiso abusarnos o nosotros buscamos esa prueba de amor.

(1) La inadaptación al «maldito» dinero y la pobreza

Artículo vinculado:

El acoso del deseo

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El sueño de la autodeterminación

Es un espejismo, ilusión, sueño, suponer que actuamos libremente. La naturaleza «hace y deshace».

Uno de mis referentes intelectuales predilectos, Groucho Marx, dijo: «Todos los hongos son comestibles. Algunos sólo una vez».

Sobre gustos no hay nada escrito: algunos se emocionan con “El lago de los cisnes” interpretado por la compañía de ballet rusa Bolshoi y a mí se me caen las lágrimas reflexionando sobre esta breve frase.

Aunque los gustos no tienen explicación, compartiré contigo qué me excita de este breve pensamiento que hasta puede causar gracias y provocar la risa.

El gran filósofo plantea un giro de 180º para decir que «algunos hongos son venenosos». Pasa de la idea clásica según la cual algunos no deben ingerirse a expresar con total seguridad que «todos pueden comerse», lo importante para él es que algunos no admiten una segunda vez.

¿Quién decide que algunos hongos no pueden comerse dos veces? ¡La naturaleza! Estamos ante un caso de clarísimo determinismo (1).

Dicho de otra forma: cualquier animal (humano incluido) puede comer todos los hongos que quiera, pero la naturaleza determina que algunas especies no admiten reiteración.

Cuando de comer hongos se trata, nuestra inteligencia puede entender fácilmente e inclusive encontrar formas sabias, ingeniosas y hasta divertidas de decirlo, pero cuando ocurre lo mismo en otras circunstancias, el cerebro no entiende, se confunde, se vuelve ciego, sordo y mudo.

Me explico: Lo que llamamos opciones del libre albedrío no son otra cosa que «decisiones de la naturaleza».

Así como no podremos comer algunos hongos una segunda vez, tampoco podremos:

— dejar de creer en Dios si creemos en Él,
— votar a un candidato nazi,
— practicar nuestra homosexualidad reprimida,
— denunciar en voz alta a quien atrevidamente ignora una fila de espera,
— evitar enfermarnos practicando la medicina preventiva,
— cuestionar nuestros prejuicios,
— (tampoco podremos … otras cosas).

(1) Blog destinado al libre albedrío y al determinismo 

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La salud con fines de lucro

Los profesionales de la salud que trabajan gratis, quizá necesiten imaginar que son intermediarios de Dios al estilo de algunos sacerdotes.

«No soy yo quien te cura, es Él».

Así se expresan los sanadores que producen curaciones reales que probablemente sean sanaciones psicosomáticas.

Me explico:

Quienes creemos que existen enfermedades psicosomáticas porque el cuerpo puede expresar una desilusión mediante un ataque de asma, o un abandono mediante una alergia o algo peor mediante un cáncer, estamos en condiciones de suponer que también existen curaciones psicosomáticas, es decir, tanto la sugestión provocada por rituales mágicos como un abrazo en contexto místico, pueden alterar el cuerpo favorablemente (sanación).

Pero la intervención divina de un ser inmensamente superior como es Dios, modifica el estatus de los sanadores.

No es lo mismo aplicar técnicas terrenales de masajes, acupuntura, homeopatía, antibióticos, antiinflamatorios, psicoanálisis, a intermediar en el sobrenatural poder de un ente omnipotente como es Dios.

Todo parece indicar que en este último caso los seres humanos que han sido elegidos para realizar esa intermediación tienen el mandato expreso de Dios de no lucrar con ese don celestial.

En nuestra cultura occidental rechazamos la comercialización de los servicios de intermediación con el poder sanador de Dios.

Cada tanto nos escandalizamos al enterarnos que tal o cual gurú religioso resultó ser un ambicioso oportunista.

Lo que no parece tener mucha coherencia es al actitud de algunos trabajadores de la salud que se resisten a cobrar por su trabajo.

En los países hispanosparlantes está presente la idea de que la salud no es un servicio comercializable.

Donde esto ocurre, quienes vocacionalmente estudian térnicas curativas (medicina, psicología, herboristería), quizá tengan que encarar su trabajo con espíritu sacerdotal y terminar creyéndose que son intermediarios de Dios en el ejercicio de su profesión, con el consiguiente empobrecimiento de los trabajadores.

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martes, 6 de diciembre de 2011

Todos nos proponemos ganar aunque en diferentes momentos

En la novela personal (vida imaginaria) jugamos para ganar. Algunos queremos ganar ahora y otros queremos ganar después.

Les comentaba en otro artículo (1) que los humanos nos construimos una novela donde somos protagonistas y cuyo desenlace nos permite «saber» qué nos ocurrirá.

Con este guión cinematográfico, podemos calmar el dolor de la incertidumbre.

Para que usted conozca cuál es su historia-novela-guión cinematográfico, piense en cómo se imagina que son las cosas, cómo son los otros personajes (padres, hermanos, amigos, cónyuge), cuál es el criterio de justicia, qué piensa de usted su gobernante (rey, presidente, Dios).

Millones de personas tienen una novela similar a la siguiente:

Se imaginan integrantes de una gran familia, con un padre inmensamente justo, poderoso, observador, que sabe cómo premiar y castigar a sus hijos.

Como habrá adivinado, estoy diciendo que en millones de personas la figura paterna de sus novelas, es Dios.

Quienes viven como protagonistas de una novela de este perfil literario, suelen imaginar que papá-Dios premia a los hijos más generosos, buenos, pacíficos, disciplinados. En suma, ama y premia a los hijos más obedientes, solidarios, trabajadores, que se conforman con muy pocos bienes materiales, que no compiten con sus hermanos y que no son dados a las diversiones, excesos y mucho menos, a la avaricia.

Quienes viven como protagonistas de una novela así, eluden las oportunidades porque «algún otro hermano las necesitará más que yo», nunca pelearán por posesiones materiales, ayudarán a los demás y tendrán un gran temor de disfrutar porque suponen que el placer será mal visto por papá-Dios y muy probablemente también tengan el temor a que el goce pueda ser tan grande (explosivo), que los desintegre físicamente (1).

Estos «hijos», son pobres y su estrategia consiste en ganar más que todos sus hermanos cuando papá-Dios los evalúe.

(1) Nuestra novela y nuestro protagonismo

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Cómo ayuda la creencia en Dios

La creencia en Dios nos ayuda a liberarnos de las restricciones racionales.

Nuestra capacidad de razonamiento y deducción suele sorprendernos; tanto podemos sacar conclusiones inteligentísimas como perdernos en conclusiones absurdas.

Me divierte pensar la siguiente escena:

Un muchacho joven, alegre, divertido, ingenioso, llega al club donde se reúne con sus amigos y con entusiasmo desbordante los convoca para compartir con ellos la idea genial que tuvo al despertarse.

Les cuenta que inventó un juego fabuloso consistente en tratar de embocar una pelota chica en un hoyo también pequeño, ubicado a cientos de metros, pegándole con un palo. Quien la emboca con menos golpes, gana.

Lo que me hace gracias es imaginar la cortina de hielo que se habrá formado con los amigos que no podían creer que el compañero se entusiasmara con una idean tan tonta, impracticable y aburrida.

Estos debieron ser los orígenes del golf, que hoy, inexplicablemente mueve millones de dólares en conservación de los campos, equipamiento, vestimenta, vehículos, certámenes, viajes, premios.

Algo similar pudo haber ocurrido con el alocado inventor de la bicicleta.

¿A quién se le puede ocurrir que se popularice un vehículo que sólo sirve para equilibristas que trabajen en un circo?

¿A quién se le pudo ocurrir que pudieran circular millones de moles metálicas sobre ruedas, sin estrellarse permanentemente?

Parece cierto que nuestra capacidad anticipatoria, nuestra capacidad para prever el funcionamiento de ciertas innovaciones, deja mucho que desear.

Sin embargo este dato puede ser importante siempre y cuando podamos integrarlo a esa función tan defectuosa (razonar, deducir, prever).

Es casi imposible predecir qué pensarán y harán las personas pero sí podemos suponer que si ciudadanos ejemplares creen en Dios, en la reencarnación y otras suposiciones igualmente indemostrables, son muy pocas las ocurrencias comerciales o industriales que merezcan ser descalificadas antes de ponerlas en práctica.

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La provocación constructiva de Benetton

Nos llevamos mal con nuestra sensibilidad pues nos debilita la sensación de que podemos controlar nuestras vidas. Benetton se beneficia ayudándonos.

Según cuenta la historia, un joven italiano pensó (en 1955) que la gente busca ropas coloridas. Creyó que una mayoría rechaza los grises.

Con el entusiasmo que caracteriza a tantos jóvenes emprendedores, Luciano Benetton se dedicó a crear prendas muy alegres.

En suma, tuvo la suerte de tener una buena idea, tuvo la suerte de contar con recursos suficientes (corporales, sociales, ecológicos) como para que la idea pudiera desarrollarse y tuvo la suerte de que encontró público interesado en comprar ropa con su estilo.

El psicoanálisis encuentra su mayor número de pacientes entre quienes no pueden convivir con los sentimientos alegres.

Gran cantidad de personas prefieren la tristeza por el aplastamiento que provoca en los impulsos deseantes provocadores de una temible pérdida del control de sus vidas.

La décima y última lámina del Test de Rorschach (manchas de tinta), es la que tiene más colores y la que provoca reacciones (respuestas) más desorganizadas.

A grandes rasgos, podemos ver que muchos pueblos de raza blanca son parcos, serios, severos, católicos y usan ropas de colores apagados mientras que los pueblos de raza negra son más ruidosos, proclives a cantar y a bailar, con dioses igualmente divertidos y usan ropas de colores vivos.

Benetton hace especial hincapié en la integración, la tolerancia étnica, porque felizmente puede conciliar sus intereses comerciales con algo que a nuestra especie beneficia (la igualdad entre los seres humanos).

Este año (2011) presentó su campaña publicitaria «dejar de odiar» (UnHate), consistente en el uso de foto-montajes que presentan besándose en la boca, al estilo soviético, a personalidades que notoriamente tienen intereses contrapuestos, que quizá se odien, tanto como odiamos la tolerancia, la alegría, la audacia publicitaria.

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El libre albedrío nos paraliza

La creencia casi universal en el libre albedrío, produce (supuestos) culpables e impide democratizar la riqueza.

En mi búsqueda de las causas de la pobreza patológica (definida como aquella pobreza material que no es elegida deliberadamente por quien la padece sino que le es impuestas por las circunstancias que el «pobre» desearía evitar), parto de la premisa de que todo lo que se ha hecho hasta ahora ha sido inútil, sin descartar que pudo haber sido contraproducente.

No han dado resultado las teorías económicas, las teorías filosóficas, la sociología, los regímenes capitalistas o comunistas, las democracias, las dictaduras. En todos ellos han habido pobres y ricos, siempre hubo un desigual reparto de los bienes colectivos.

Es probable que hayan contribuido a conservar el injusto reparto la creencia en Dios, en la vida después de la muerte, en la glorificación ética de la pobreza. También son contraproducentes el odio a los ricos y el desprecio de los pobres.

En ambos párrafos precedentes, tan sólo describo algunas ideas a modo de ejemplo.

Un factor que me parece nefasto para la injusta distribución de la riqueza tiene que ver con la idea del libre albedrío.

Suponer que somos responsables de lo que hacemos y nos ocurre, termina dándole más fuerza a los fuertes y menos poder a los débiles, porque fácilmente podemos asegurar y repetir hasta convertirlo en verdad, que «los pobres son pobres porque quieren, porque son vagos e irresponsables», mientras que los ricos tienen bienestar porque «son trabajadores, inteligentes y responsables».

Con el determinismo nos quedamos sin culpables y sin víctimas para poder encontrar formas de que la suerte nos llegue a todos de forma similar y con ella, la riqueza que se le asocia.

Tenemos un mal reparto de la suerte (oportunidades) porque sólo buscamos (y encontramos) culpables y víctimas.

Artículo vinculado:

Con menos acusaciones hay menos violencia

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La bondad de los débiles

Para muchos, nadie bondadoso es al mismo tiempo fuerte, excepto Dios.

El resumen de otro artículo (1) dice textualmente:

« Miles de obras literarias que hipnotizan a millones de lectores tienen como trama principal la heroica frustración de sus protagonistas.»

Esa «heroica frustración» es la fórmula de goce de muchos de nosotros.

Como si fuera una novela, nos imaginamos estar en el medio de dos grandes grupos de personas (personajes):

— las que nos dominan, gobiernan, explotan, castigan, abusan porque son naturalmente fuertes, egoístas, malos; y

— las que por ser más débiles que nosotros nos decepcionan, entristecen y a veces nos hacen sentir impotentes, pero a los que de todos modos, sacando fuerza no sabemos de dónde, igualmente ayudamos, protegemos y aconsejamos para que sepan compensar esa debilidad que los condena a ser maltratados por gente avara, inescrupulosa, corrupta, insensible, mala.

En este «novela» faltan los personajes buenos y fuertes.

Los «buenos y fuertes» no participan en la novela personal de quienes estoy describiendo porque en su lógica parece un contrasentido que alguien que sea fuerte también sea bondadoso.

La debilidad que sienten los integrantes de este gran grupo de personas no necesariamente es real. Pueden pertenecer a diferentes niveles de mando y protagonismo, pero lo importante es cómo tienen organizada su lógica interpretativa de la realidad que perciben.

Según ellos, por ser irremediablemente de buen corazón, están condenados a ser débiles y se cuidan de ejercer algún tipo de poder que no pueda ser descalificado por ellos mismos con frases tales como «no tuve más remedio que hacerlo», «si no lo hago yo, no lo hace nadie», «si aplico mano firme, lo hago por su bien».

En suma: estas personas construyeron un rol (personaje) coherente y convincente, para conquistar la cuota de amor que todos necesitamos.

(1) Las novelas como textos de estudio

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Los pueblos industriales se parecen a Dios

Como Dios lo hizo todo se merece lo mejor y, por analogía, los países industrializados merecen ser ricos.

Probablemente es el instinto de conservación el que nos obliga a querernos tanto.

El narcisismo, tan injustamente criticado, es el instinto que nos induce un profundo amor por nosotros mismos e indirectamente por todo lo que imaginamos como propio («mi hijo», «mi cónyuge», «mi país»).

Para que los ciudadanos estén dispuestos a entregar sus propias vidas y la de sus hijos cuando el país los reclama para conquistar militarmente nuevos territorios o para defenderlo (al país) de quienes los invaden, la propaganda de los gobiernos ha criticado ese instinto de conservación que nos caracteriza a todos los seres vivos.

También ha sido necesario que los ciudadanos sean generosos con las arcas del estado, no solamente para solventar los mismos gastos bélicos de ataque o defensa, sino también para pagar los gastos habituales de limpieza, salud pública, conservación de construcciones transitables, proteger a los desvalidos.

Aquel instinto de conservación que se manifiesta en forma de narcisismo es causa fundamental de la resistencia a pagar, a colaborar, a donar, contribuir, ayudar. El instinto de conservación y el consiguiente narcisismo promueven el egoísmo, el individualismo, la avaricia.

Las religiones trabajan junto a los gobernantes para condenar el narcisismo. Los siete pecados capitales son: lujuria, gula, avaricia, pereza, ira, envidia y soberbia.

La soberbia es el principal derivado del narcisismo. Dios, porque es perfecto, es el único que puede ser soberbio. Él es el gran fabricante.

Podemos pensar que los países vendedores de «commodities» (1) vendemos lo que Dios nos regala (productos naturales) mientras que los países industrializados son como Dios porque fabrican, transforman, crean.

La religiones opinan que tanto Dios como los humanos que fabrican a la par de Él, se merecen las mayores riquezas.

(1) La inocencia de quien roba a un ladrón

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