La creencia en Dios nos ayuda a liberarnos de las restricciones racionales.
Nuestra capacidad de razonamiento y deducción suele sorprendernos; tanto podemos sacar conclusiones inteligentísimas como perdernos en conclusiones absurdas.
Me divierte pensar la siguiente escena:
Un muchacho joven, alegre, divertido, ingenioso, llega al club donde se reúne con sus amigos y con entusiasmo desbordante los convoca para compartir con ellos la idea genial que tuvo al despertarse.
Les cuenta que inventó un juego fabuloso consistente en tratar de embocar una pelota chica en un hoyo también pequeño, ubicado a cientos de metros, pegándole con un palo. Quien la emboca con menos golpes, gana.
Lo que me hace gracias es imaginar la cortina de hielo que se habrá formado con los amigos que no podían creer que el compañero se entusiasmara con una idean tan tonta, impracticable y aburrida.
Estos debieron ser los orígenes del golf, que hoy, inexplicablemente mueve millones de dólares en conservación de los campos, equipamiento, vestimenta, vehículos, certámenes, viajes, premios.
Algo similar pudo haber ocurrido con el alocado inventor de la bicicleta.
¿A quién se le puede ocurrir que se popularice un vehículo que sólo sirve para equilibristas que trabajen en un circo?
¿A quién se le pudo ocurrir que pudieran circular millones de moles metálicas sobre ruedas, sin estrellarse permanentemente?
Parece cierto que nuestra capacidad anticipatoria, nuestra capacidad para prever el funcionamiento de ciertas innovaciones, deja mucho que desear.
Sin embargo este dato puede ser importante siempre y cuando podamos integrarlo a esa función tan defectuosa (razonar, deducir, prever).
Es casi imposible predecir qué pensarán y harán las personas pero sí podemos suponer que si ciudadanos ejemplares creen en Dios, en la reencarnación y otras suposiciones igualmente indemostrables, son muy pocas las ocurrencias comerciales o industriales que merezcan ser descalificadas antes de ponerlas en práctica.
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