martes, 1 de enero de 2013

Queremos ser únicos como mamá



   
Las personas monógamas anhelan un cónyuge monógamo pues «madre hay una sola» y Dios es monoteísta.

Nada es más importante que mamá. Este personaje de nuestra historia tiene motivos suficientes como para ser la reina de nuestras vidas, aunque eso no significa que debamos llevarnos bien con ella.

Como todos los vínculos fuertes, estos pueden estar alentados (estimulados) por sentimientos de atracción (amor) y de rechazo (odio). En ambas circunstancias, la imagen del otro ocupa un lugar valioso en nuestra psiquis.

Repito: un vínculo puede ser muy fuerte cuando se basa en sentimientos de atracción como cuando se basa en sentimientos de repudio, pues en ambos casos el personaje (amado u odiado) ocupa el lugar más importante de nuestra mente, así como el máximo prócer de cada nación tiene un monumento en el sitio más visible, más visitado, más bello.

Por lo tanto, todos estamos afectivamente vinculados, de una u otra manera, con Jesús de Nazaret, Adolfo Hitler, Mahatma Gandhi, Osama Bin Laden, y cualquier otro que usted encuentre en su memoria.

También es posible afirmar que toda mención, para hablar a favor o para hablar en contra, evoca al personaje, lo trae al presente, lo exhibe. Por ejemplo, si realmente la humanidad quisiera olvidarse de Augusto Pinochet o de Ernesto Guevara, simplemente caerían en el olvido.

La desaparición real solo ocurre con la indiferencia... tanto de las personas muertas como de las vivas.

Vuelvo al tema inicial: mamá es el personaje universalmente más importante en nuestras vidas.

Como «madre hay una sola», todos quienes anhelan ocupar ese lugar en la mente de los demás, también intentan ser únicos, exclusivos.

Las personas polígamas quieren tener varios cónyuges pero ser únicas (como mamá) para cada cónyuge; la medicina quiere monopolizar la atención de la salud y hasta Dios exige el monoteísmo.

(Este es el Artículo Nº 1.784)

Dejad que los fastidiosos vengan a mí

 
Según sea el vínculo con Dios, encontramos personas que procuran ser muy fastidiosas y encontramos personas que nunca quieren molestar.

Existen dos formas de ganar amigos: molestando mucha gente y no molestando a nadie.

Esto suena contradictorio porque efectivamente lo es. Se convierte en coherente si incorporamos la muy interesante variable de que un caso y su opuesto existen en contextos distintos.

Si no aclaro esto, usted no seguirá leyendo, por lo tanto, aclaro:

Como todos necesitamos ser amados y tenemos la ilusión de que es posible controlar inteligentemente ese anhelado objetivo, hacemos cosas, intentos, ensayos-y-errores, para que los demás nos quieran.

Al comienzo de nuestra vida recibimos una primera enseñanza cuyo eficacia pedagógica es enorme porque es la primera y porque nos ocurre cuando tenemos casi todo por aprender.

Esa primera experiencia nos lleva a pensar que siendo indefensos, llenos de problemas, llorones, hambrientos, quejosos, intolerantes, ansiosos y demás cualidades afines, nuestra madre o alguien de rol similar, correrá a resolvernos el problema, demostrándonos así que nos ama.

Por lo tanto, nuestra primera enseñanza nos indica que cuanto más molestemos a los demás, más amados seremos por nuestras víctimas.

En una segunda etapa, algunas personas tienen tan tristes experiencias que llegan a dudar de que molestando ganamos amigos y, en los peores casos, llegan a deducir que molestando perdemos amigos que ya teníamos.

Estas infelices criaturas pueden tener una reacción extrema: para no molestar intentan valerse por sí mismos, evitan por todos los medios ser parásitos, menesterosos, necesitados, con lo cual muchos amigos se apartarán porque no se sienten útiles, porque les quitan la oportunidad de ayudar.

Para el primer grupo (los fastidiosos), amar a Dios es no parar de pedirle, rezarle, sobornarlo con ofrendas y para el segundo grupo (los autosuficientes), amar a Dios es dejarlo tranquilo.

(Este es el Artículo Nº 1.783)


Creer significa no estar seguro



   
Las incoherencias de las religiones ocurren porque la fe en realidad es miedo y porque «creer» significa «no estar seguro».

Las funciones de un ser humano vivo siempre son coherentes y la vida deja de existir cuando se pierde esa coherencia vital.

En otras palabras: de un ser vivo no podemos decir que es incoherente porque la propia función vital está demostrando que esa coordinación básica está presente.

Claro que en niveles más específicos de funcionamiento podemos decir que alguien no tiene un pensamiento coherente cuando su discurso no muestra una relación lógica entre las ideas. Por ejemplo: «Me gusta lo que me desagrada», «El color blanco es demasiado oscuro», «La suma de las partes es menor al conjunto de esas partes».

Muchas personas creen en Dios, a quien le asignan una cantidad de atributos sobre-humanos. Para los ateos, la definición de Diós es “ente imaginario que supera en cualidades a quienes lo imaginan”.

Sin embargo, esas mismas personas le rezan, le piden con insistencia. Esto demostraría que en realidad no creen tanto en Él.

Si esta conducta, que desde un cierto punto de vista es incoherente, pero que seguramente cuenta con una coherencia básica en tanto la persona que así se comporta está viva, debería tener alguna explicación que nos permita comprenderla.

Por qué alguien que dice tener fe en su deidad,

— tiene que pedirle las cosas mil veces (rezar)?

— se ofrece para sacrificarse, padecer y sufrir como estímulo para un dios del que se dice es todo amor?  y

— hasta intenta sobornarlo con ofrendas para ver si su grado de corrupción es sensible a la coima?

La explicación de por qué todo esto es coherente estaría en que la fe en realidad es miedo y en que toda creencia inevitablemente está llena de dudas.

La historia se repite



   
No sé si es tan cierto que «la historia se repite» o más bien los escritores escriben viejas historias reformándolas apenas.

Mariana fue mi primer amor. En los recreos no jugaba con mis amigos con tal de mirarla. Me parece que alguna vez, confundido, hasta llegué a rezarle.

Tenía muchas amigas y un solo amigo... que no era yo, por supuesto.

La vida nos separó cuando mis padres se mudaron a otra ciudad.

Años después, me recibí de psicólogo, anduve en España haciendo cursos de especialización porque era mi creencia que un consultorio psicológico debía estar decorado por muchos títulos, certificados, diplomas, constancias y demás adornos.

Cuando volví a mi querida América Latina, los «papelitos» dieron resultado pues mi gusto por llamar la atención con falsos oropeles da resultado en casi todos lados.

La suerte me llevó a participar en programas de televisión y de radio con gran audiencia. Eso hizo que con muy poca experiencia clínica me convirtiera en el supervisor de varios colegas, seguramente encandilados por lo que creyeron cuando exageré mis méritos con singular descaro.

Ejerciendo esta función recibí a una colega, con más experiencia real que yo, pero con perfil notoriamente humilde, que trajo a la consulta un caso interesante.

Su paciente estaba angustiada por sentimientos de culpa muy realistas.

Ella tenía dos amantes que amaba por igual hasta que uno de ellos comenzó a practicarle rudos procedimientos que le marcaban la piel. Aunque lo toleró ligeramente complacida por el desenfreno pasional del «agresor», comenzó a preocuparse por las evidencias que podrían ser vistas por el otro amante.

Así ocurrió efectivamente, pero para su sorpresa, en vez de una escena de celos notó que los estigmas resultaron ser sexualmente excitantes, induciéndolo a provocar otras marcas aún más dolorosas y visibles.

La colega consultante interpretó que la paciente se había convertido en la pizarra donde dos hombres se enviaban mensajes.

La paciente comenzó a preocuparse por la escalada de violencia desatada contra su cuerpo, especialmente porque sentía que disfrutaba auto-destructivamente, cada vez más.

En sendas conversaciones con los amantes, la mujer se enteró de que eran hermanos. Para defender su integridad física procuró desplazar las prácticas sado-masoquistas al plano simbólico y logró que los hermanos supieran que estaban enamorados de la misma mujer y que los mensajes ahora dejarían de ser anónimos.

Los intensos remordimientos eran provocados porque ella confesó que prefería al hermano menor, ante lo cual el otro lo mató.

Para impresionar a mi colega, dije:

— Tal parece que su paciente hizo lo mismo que Dios cuando, al demostrar más interés por Abel, logró que Caín lo matara.

No pudo disimular lo impactante de mi interpretación. Seguramente mi fama crecería por sus comentarios entre los demás colegas.

Al irse, puso una cara inexplicable y mirándome a los ojos, me dijo:

— Supervisé este caso con usted porque la paciente es su angelical Mariana.

(Este es el Artículo Nº 1.779)