Según sea el vínculo con Dios, encontramos personas que procuran ser muy fastidiosas y encontramos personas que nunca quieren molestar.
Existen dos formas de ganar amigos: molestando mucha gente y no
molestando a nadie.
Esto suena contradictorio porque efectivamente lo es. Se convierte en
coherente si incorporamos la muy interesante variable de que un caso y su
opuesto existen en contextos distintos.
Si no aclaro esto, usted no seguirá leyendo, por lo tanto, aclaro:
Como todos necesitamos ser amados y tenemos la ilusión de que es posible
controlar inteligentemente ese anhelado objetivo, hacemos cosas, intentos,
ensayos-y-errores, para que los demás nos quieran.
Al comienzo de nuestra vida recibimos una primera enseñanza cuyo
eficacia pedagógica es enorme porque es la primera y porque nos ocurre cuando
tenemos casi todo por aprender.
Esa primera experiencia nos lleva a pensar que siendo indefensos, llenos
de problemas, llorones, hambrientos, quejosos, intolerantes, ansiosos y demás
cualidades afines, nuestra madre o alguien de rol similar, correrá a
resolvernos el problema, demostrándonos así que nos ama.
Por lo tanto, nuestra primera enseñanza nos indica que cuanto más
molestemos a los demás, más amados seremos por nuestras víctimas.
En una segunda etapa, algunas personas tienen tan tristes experiencias
que llegan a dudar de que molestando ganamos amigos y, en los peores casos,
llegan a deducir que molestando perdemos amigos que ya teníamos.
Estas infelices criaturas pueden tener una reacción extrema: para no
molestar intentan valerse por sí mismos, evitan por todos los medios ser
parásitos, menesterosos, necesitados, con lo cual muchos amigos se apartarán
porque no se sienten útiles, porque les quitan la oportunidad de ayudar.
Para el primer grupo (los fastidiosos), amar a Dios es no parar de pedirle,
rezarle, sobornarlo con ofrendas y para el segundo grupo (los autosuficientes),
amar a Dios es dejarlo tranquilo.
(Este es el Artículo Nº 1.783)
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