miércoles, 4 de septiembre de 2013

La debilidad de las palabras y la pobreza




Para que nuestra psiquis no tenga espacio para sus grandes temores (homosexualidad, delinquir, suicidarse), suele llenarse de rezos y fantasías.

Un ser humano puede creer en Dios porque su imaginación se lo permite y su temor a sufrir lo obliga.

Según las Sagradas Escrituras, un ser mágico, poseedor de todas las virtudes que desearíamos tener, un súper héroe, al estilo de Batman o El Hombre Araña, fue tan poderoso que tan solo diciendo «¡Hágase la luz!», la luz se hizo.

Los ilusionistas más famosos, (Harry Houdini, David Copperfield, David Blaine), imitan aquellos milagros exhibiendo fenómenos que, por lo inexplicables, podrían ser milagrosos.

Generalmente, los ilusionistas hacen coincidir la ocurrencia de lo inexplicable, con una orden verbal, similar a la que el Antiguo Testamento le atribuye a ese ser superior, hacedor de todo lo que hoy conocemos.

Propongo pensar que la reacción clásica de «matar al mensajero» tiene estrecha vinculación con esta creencia en que una cierta voz de mando es capaz de generar acontecimientos ilógicos.

En general, casi nadie quiere ser el portavoz de malas noticias. La mayoría procura ser el primero en pregonar las buenas noticias.

En ambos casos, el afán por anunciar, informar a otros, está en el núcleo de la vocación de los periodistas.

Tanto sea para «matar al mensajero» como para «premiar al mensajero», nuestra psiquis cae infinitas veces en la delirante suposición de que alguien provoca un fenómeno tan solo dando una orden verbal, por la fuerza propia del discurso, del enunciado.

Quienes están convencidos de la fuerza ilimitada de la palabra, tanto pronuncian maleficios como plegarias, tanto condenan como imploran, tanto se vengan como suplican conseguir un trabajo, un amor, salud.

Llenar la mente de palabras, rezos, maldiciones, impide pensar; funciona como las ideas fijas, como las obsesiones, que achican la capacidad de pensar (1).

 
(Este es el Artículo Nº 1.991)

Estrategia para construir una personalidad




Hacer creer (teatralizar) que tenemos ciertos atributos (valentía, honestidad, peligrosidad), termina instalándonos indirectamente esos atributos, que al principio solo impostábamos.

Estar pendientes, atentos, supeditados al «qué dirán», es algo esperable en las personas porque cuando fuimos niños muy pequeños, vulnerables y dependientes del humor de nuestros cuidadores (generalmente parientes, empleados, maestros), tuvimos que prestar especial atención a la inestabilidad emocional de estos personajes, tan importantes para nuestra existencia.

Si se habían levantado con el pie izquierdo, nuestro instinto de conservación hacía lo posible para convertirnos en invisibles. Los períodos de auge aparecían cuando esos ídolos se levantaban con el pie derecho.

Desde temprana edad tuvimos que estar atentos, alertas, despiertos, porque los adultos son los dioses de los infantes pequeños, así como los Dioses son los dioses de los infantes adultos.

Pero nuestra capacidad actoral, es decir, nuestra habilidad para mentir, engañar, imaginar realidades paralelas, nos permitió elaborar algunas estrategias beneficiosas.

Observe esto porque pudo ocurrirle o puede observarlo a alguien allegado.

Existe una estrategia que depende de cuatro sencillos pasos:

1º) Trato de hacerles creer a los adultos, a fuerza de un cierto discurso, de actuar, disimular, aparentar, que, por ejemplo, soy valiente. Para eso tendré que decir, «yo soy valiente», «no tengo miedo», «mi hermano es un cobarde y yo no»; tendré que demostrarme audaz, hablando con desconocidos sin timidez, yendo solos al dentista, cruzando la calle con el semáforo en luz roja;

2º) Esperaré a que, mostrada mi actuación, me haga famoso y muchos piensen que soy realmente valiente, temerario;

3º) Me olvidaré de que estuve actuando, haciéndome el valiente, ocultando el terror que sentía;

4º) Al constatar que los demás piensan que soy valiente, y como soy sensible al «qué dirán», para no defraudarlos, pero también por vergüenza, actuaré con audacia, como si realmente fuera audaz.

(Este es el Artículo Nº 2.008)

Tiranías y dogmas populares



 
A un dogmático se lo reconoce porque tienen prohibido pensar y sólo puede citar a los profesionales.

Los regímenes autoritarios son popularmente condenados pero íntimamente apoyados.

Desde hace décadas nos solidarizamos con los judíos porque padecieron la política de exterminio de los nazis, pero sin darnos cuenta imaginamos un mundo mejor en el que no tuviéramos tantas razas mezcladas, tantas religiones, tantas corrientes políticas compitiendo por llegar a gobernarnos.

Estamos en contra de las pretensiones absolutistas de Hitler, pero en la intimidad de nuestro corazón desearíamos la pena de muerte hasta para quienes tiran en la calle el envoltorio de un caramelo.

Además de escuchar lo que dice la gente común cuando expone qué haría si llegara a la presidencia de la república,  observo cuánta gente religiosa habla de Dios, no para de mencionarlo, adorarlo, venerarlo.

Las religiones son organizaciones que administran el dogma al que adhieren.

Dios es tan todopoderoso como un dictador, lo sabe todo como las agencias de inteligencia, no tiene que rendirle cuentas a nadie como ocurre en un régimen totalitario.

El adorado Dios no tiene límites en su capacidad para imponer límites.

Los religiosos sueñan con una vida terrenal carente de conflictos, de dudas, de contradicciones, en la que podamos dejar nuestro celular apoyado en un banco del amueblamiento urbano con la certeza de que nadie lo tocará.

Además de los comentarios ingenuos de los violentos ciudadanos comunes y de los pacíficos creyentes en la autoridad de un ser infinitamente poderoso, es posible observar el apego a los dogmas.

Los dogmas son sistemas de ideas cuya discusión o cuestionamiento está de más. Una persona dogmática defenderá con pasión lo que para él sean verdades sagradas: ciencia, religión, ideología.

A un dogmático se lo reconoce porque tiene prohibido pensar y sólo puede citar a los profesionales.

(Este es el Artículo Nº 1.989)