miércoles, 6 de agosto de 2014

La carne gobierna porque es femenina



 
La economía de Rosario entró en crisis. La muerte de su esposo fue lo peor que podía pasarle, aunque no precisamente por razones afectivas. El párroco entendió lo que le estaba ocurriendo y aprovechó para pedirle ciertos favores a cambio de comida para ella y para su hija, Mariana.

La devoción de Rosario era total y agradeció de rodillas esta bendición de Nuestro Señor Jesucristo.

El sacerdote se sintió casi avergonzado por un acto de tanta sumisión. Rosario era una devota de las de antes, como ya casi no quedan.

En poco tiempo ella recibió el máximo homenaje a que podía aspirar en su vida terrenal: el cura le entregó las llaves del templo. Ahora era Rosario la que abría las puertas, cuidaba la higiene, atendía el jardín y la huerta.

Varias veces le pidió ayuda a su hija Mariana, pero la muchacha sentía náuseas en aquel edificio y ante aquella lúgubre vestimenta del sacerdote. Este tampoco sentía mucho amor hacia la joven. Por algo se repelían.

En cierta ocasión el párroco le comunicó a Rosario que tenía que hablar con ella. La señora se secó las manos para escucharlo, pero el hombre le dijo que después, que ahora estaba ocupado, que se lo recordara; y así la dejó, aterrada. Su precaria existencia podría empeorar.

Pasaron semanas y meses sin que se hablara de aquello. Rosario ya no sabía qué hacer porque la incertidumbre y la curiosidad la carcomían. Al borde de la desesperación, la mujer juntó coraje y se animó a recordárselo.

La amonestó por tanta curiosidad, por ser tan ansiosa, por no saber esperar, y aparentando una infinita condescendencia le dijo que se sentara en uno de los bancos de la iglesia. Él también se sentó y le dijo:

— Creo que Dios se ha acordado una vez más de ti—. Rosario quedó muda, sus ojos pequeños se agrandaron, enderezó la columna vertebral como para acercarse más al Eterno y escuchó.

— Don Rogelio también es un hijo predilecto de Dios. Nos ayuda cada vez que se lo pedimos. Esta iglesia no se llueve gracias a Don Rogelio. Pues bien: como sabes, él también enviudó pero hace más tiempo que tú. Ya hace muchos años que vive solo. Él es una persona respetable, educada y con gran patrimonio. Un excelente vecino y mejor creyente.

— Sí, por supuesto, es todo lo que usted dice, padre— dijo Rosario, tratando de acortar los rodeos que estaba haciendo el sacerdote para decirle lo que ella quería saber.

— Pues bien, él desearía que Mariana fuera su compañera para siempre, quiere casarse con tu hija.

Rosario sintió una extraña sensación en todo el cuerpo. Mariana tenía 17 años y Don Rogelio 61. Quizá esa sensación incluía algo de asco. Los ojos volvieron a ser tan chicos como siempre. Apretó el pañuelo que tenía en la mano y también las llaves. Sudó, bajó la mirada. El techo que había reparado Don Rogelio cayó sobre su cabeza en cámara lenta. Los escombros la aplastaban.

La mujer no sabía qué hacer. La situación económica era desesperante y esta parecía una solución milagrosa.

Tardó varios días en encontrar la forma de hacerle este planteo a la joven y rebelde Mariana. La veía feliz, radiante, sana, digna de un destino mejor que unirse a un anciano que podía ser su abuelo.

Cuando se animó a plantear el desatino propuesto por el cura, Mariana la escuchó, sintió lástima de su mamá y un incontrolable resentimiento.

Con los ojos encendidos por la furia, el odio y la desilusión, salió a la calle casi corriendo. Llegó a la iglesia, entró con su propia llave, fue directo al dormitorio del párroco y entrando sin avisar, le grito:

— Escucha, pajarraco de malagüero, te dije que mi madre es sagrada y que no tenías que meterla en nuestros asuntos. ¿Qué tenías que andar confabulando con tu compinche Rogelio? ¿Piensan apartarme del comisario y de los diputados de la capital?— Salió dando un portazo, regresó y, desde la puerta, volvió a gritarle:

— No quiero verte nunca más en mi cama, ¡inútil desubicado!

El reverendo, en ropa interior, miró el crucifico como para derretirlo.

(Este es el Artículo Nº 2.230)

Significante Nº 1.881b




Un creyente se cree hecho a imagen y semejanza de Dios. Por eso pretende que todos nos parezcamos a él y a Él.