domingo, 5 de mayo de 2013

El mercado laboral terrenal




Pagamos con satisfacción a quien produce bienes y servicios que realmente necesitamos, de buena calidad, entregados oportunamente y con precio razonable.

En muchas personas existe la creencia en que para ganar dinero honestamente tenemos que hacer méritos hasta que los beneficiados por nuestra devoción hacia ellos los obliguen a retribuirnos.

Si le costó entender lo que quise decir, entonces usted no pertenece a ese grupo de trabajadores que solo cobran lo que les pagan, incapaces de asignarle un valor a lo que producen, alejados de otros colegas con quienes pueden juntarse para defender mejor los intereses que profesionalmente comparten.

Aunque el Diccionario de la Real Academia Española aún no lo ha validado, (cursa el año 2013), ya podemos usar la palabra «meritocracia», la que etimológicamente querría decir: «gobierno ejercido por quienes tienen mayores méritos».

El eslogan más antiguo y convincente de esta idea dice: «Ayúdate que te ayudaré», con lo cual quiere decirse, entre otras cosas, que primero tenemos que hacer méritos para luego recibir el premio merecido.

Dado el contexto básicamente religioso del eslogan el empleador universal es Dios, a quien por definición se le atribuyen las aptitudes de saberlo todo y de ser perfectamente justo.

Para quienes se adelantan a los acontecimientos, (a la propia muerte), y suponen que ya están viviendo en el Paraíso, es lógico pensar que el mercado laboral está regido directamente por el Jefe Máximo (Dios).

Pero no es así: el mercado laboral del planeta Tierra tiene otra lógica, más fría, menos mágica, con un criterio de justicia que NO es divino.

Entre los que aún seguimos vivos, se le paga a quien produce bienes y servicios solicitados por el comprador (empleador, cliente), en proporción a la buena calidad, a la oportunidad (no en cualquier momento sino cuando son pedidos) y con precio razonable.

(Este es el Artículo Nº 1.870)

La creencia en Dios sin poder dudar



 
La creencia en Dios, firme y sin dudas, puede convertir al creyente en un proyectil humano descontrolado que embiste ciegamente.

Vivo en Montevideo, capital de Uruguay. Por eso vivo enfrente a una de las ciudades más grandes del mundo: Buenos Aires, capital de Argentina.

El resto de Latinoamérica no lo sabe, pero mis vecinos son un enorme teatro, tan grande que a su vez adentro tienen otros teatros.

Solo ellos y nosotros nos damos cuenta de la sutil diferencia que tenemos en el habla. El resto de la humanidad no sabría distinguir quién es porteño (nativo de Buenos Aires) o uruguayo.

Anoche (abril de 2013) escuché por televisión las declaraciones de una abogada, política y, por supuesto también actriz no diagnosticada, porteña, llamada Elisa María Avelina Carrió, cuya abreviatura según quienes la aman o le temen es Lilita.

Son muchos quienes le temen porque se ha especializado en hacer denuncias de corrupción, sin embargo, y este es el único motivo por el que la menciono, según ella dijo en dicha entrevista, «Yo solo le temo a Dios porque a ningún ser humano hay que tenerle miedo».

Dada su condición actoral no puedo saber si ella se refirió a Dios metafóricamente o literalmente, pero debería suponer esto último porque el Estado argentino tiene una religión oficial (la católica).

Aunque siempre hablo en contra de quienes tienen esta creencia, esta vez debo hacer un comentario ligeramente diferente.

Cuando analizamos los diferentes integrantes de nuestro colectivo, nos encontramos con las personas que no dudan, que están convencidas y que actúan en consecuencia.

Más concretamente: si alguien (Carrió) cree en la existencia de un poder superior y niega la posibilidad de que otros semejantes a ella podrían ponerla en peligro, se convierte en un proyectil humano, en alguien que embiste ciegamente, gracias a Dios.

(Este es el Artículo Nº 1.864)

Mariana gana perdiendo

 
Cuando Mariana tenía doce años era popular entre sus compañeros de colegio porque nadie le había ganado en carreras de cien metros.

Ella estaba muy orgullosa de ser especialmente amada por todos y, por qué no reconocerlo, también sentía un plus de goce imaginando que algunas compañeras, con cabelleras más hermosa, con senos muy vistosos y muy solicitadas por los chicos para bailar, envidiaban la velocidad de las piernas de Mariana.

Cierta vez, en una competencia realizada entre varios colegios del barrio, Mariana, por primera vez, fue vencida por otra niña, de la misma edad pero un poquito más alta, muy delgada y afrodescendiente.

Los compañeros de Mariana intentaron alentarla disimulando la bronca que sentían por haber perdido el trofeo. El sacerdote que los lideraba también la consoló hipócritamente.

Ella nunca hubiera imaginado que eso era fracasar. Jamás había sentido tanto dolor imposible de explicar e imposible de calmar hablándolo con la almohada o escribiéndolo en el diario íntimo.

No podía dormir, lloraba, sentía dolor en el estómago, encendía la luz y se miraba las piernas pensando que en ellas estaría la explicación de algo tan insólito.

En las primeras horas de la madrugada imaginó una escena maravillosa.

Los familiares de la ganadora estaban reunidos a la hora de cenar. Padres, hermanos, abuelos, tíos. Una mesa larga. Cuando todos ya tenían servido su plato de comida, el padre los invitó a rezar como era tradición. Comenzó por agradecer a Dios el plato de comida que tenían delante y para terminar mencionó la carrera que había ganado su hija allí presente. El hombre le agradeció a Dios que existiera una persona como Mariana, que a pesar de ser la mejor de todas, que a pesar de tener las piernas más veloces, también tenía la bondad de cederle el primer lugar a su hija, que nunca había ganado una carrera y que a partir de ahora sentiría más confianza en sí misma para convertirse en una mujer feliz... gracias a la generosidad de Mariana. «¡Que Dios Bendiga a Mariana!», dijeron a coro los comensales compartiendo las lágrimas del padre.

Esta imagen provocó una incontenible felicidad en la joven que no podía dormir, sumiéndola en un sueño profundo y reparador.

Como corresponde a una chica inteligente, que aprovecha las oportunidades que le ofrece la vida, nunca más quiso ganar una carrera y dedicó toda su vida a fracasar para cederle a otras personas y a sus familias el placer de tener un hijo exitoso, segura de que en todas las cenas familiares alabarían el nombre de Mariana ..., con lo cual recibiría una gratificación superior a  cualquier otra.

(Este es el Artículo Nº 1.881)


Somos jueces implacables por amor a Dios



 
Los seres humanos disfrutamos encontrando o inventando culpables para luego castigarlos y demostrarle a nuestro Dios protector  que seguimos mereciendo su amor y amparo.

El martes 2 de abril de 2013, en Ciudad de la Plata, capital administrativa y política de la Provincia de Buenos Aires, Argentina, ocurrió un desastre natural imposible de prever: Llovió con tan insólita intensidad que todos los dispositivos de drenaje pluvial colapsaron, generándose inundaciones con tal rapidez que algunos habitantes murieron.

Cuando digo «un desastre natural imposible de prever», no lo digo por error.

Desde hace unos años a esta parte se oyen anuncios sobre el cambio climático. Se vaticinan huracanes, tormentas, aumento del nivel de los mares, deshielos en los casquetes polares, sequías. Casi nadie incluye en sus decisiones esta información, pero cuando ocurre alguna tragedia casi nadie deja de señalar la culpabilidad de quienes no atendieron esas previsiones.

Esto ocurre por dos motivos, entre otros:

1) Nuestra inteligencia nos induce a pensar que eso que constatamos ahora, «cualquiera» podría haberlo evitado. Por ejemplo, en el caso de estas inundaciones nadie recuerda que cuando se conocieron las previsiones no se produjeron marchas de protestas exigiendo que urgentemente se tomaran las medidas del caso para evitar las consecuencias de esos desastres que se pronosticaron.

2) Los medios de comunicación están llenos de pronósticos, oráculos, adivinaciones, augurios, presagios, vaticinios, anuncios, presentimientos y profecías que no se cumplieron.

Nuestra cultura no encarcela a quienes anunciaron sucesos que nunca ocurrieron. La impunidad con que cuentan los pronosticadores es tan alta que cualquiera de sus actos profesionales debe contar con la más absoluta indiferencia. Sería irresponsable destinar fondos públicos atendiendo a las profecías.

Pero los seres humanos disfrutamos encontrando o inventando culpables para luego castigarlos y demostrarle a nuestro Dios protector  que seguimos mereciendo su amor y amparo.

(Este es el Artículo Nº 1.869)

Semejanza entre ateo y católica




Una católica practicante funciona como un ateo que cree en el determinismo, y no es por casualidad.

Encontré un alma gemela aunque externamente cualquiera diría que somos «agua y aceite», es decir, dos personas ubicadas en las antípodas de la filosofía.

Se trata de una persona muy religiosa y con fuerte apego a los rituales de la Iglesia Católica. Concurre a misa,  se confiesa, hace retiros espirituales, no utiliza anticonceptivos, tiene varios hijos, reza, hace promesas, es piadosa.

¿Por qué ella se parece tanto a mí, que no creo ni en dios ni en el libre albedrío?

Nos parecemos en que ambos tenemos una vida tranquila, dejando que la naturaleza haga su trabajo.

Ella lo hace así porque confía en la inmensa sabiduría de Dios y yo hago lo mismo porque estoy convencido de que no decido nada sino que actúo obligado por una cantidad de factores que nos influyen a todos, a los seres vivos y a los objetos inanimados.

Somos muy cuidadosos, porque así se lo exige Dios y porque yo no podría ser de otra manera;

Somos buenos ciudadanos porque ella respeta estrictamente la palabra de Su Señor Jesucristo y yo porque no puedo evitarlo, si quisiera ser mejor o peor no podría porque estoy determinado rígidamente.

Ella ama a sus hijos y es generosa con ellos aunque se pone muy severa cuando el instinto le dice que debe poner límites. Yo también amo a mis hijos y dejo que sean como la Naturaleza los diseñó, pero me pongo bravo cuando me sacan de las casillas.

Ella es muy fiel a su cónyuge porque se casó ante su Dios y no podría transgredir lo que prometió; yo también soy fiel a mi esposa porque casualmente nunca tengo ni motivos ni ganas de mentirle a nadie.

(Este es el Artículo Nº 1.868)