El poder no es de las personas sino del rol que estas ocupan transitoriamente y además, ese poder no es omnipotente.
Dos parroquianos muy ilustrados discuten en un
bar sobre la gestión de varios presidentes de la república. La discusión a
veces sube de todo porque uno se molesta pues el otro no reconoce los méritos
de Fulana, pero sí defiende hasta con cierta necedad las políticas sociales de
Mengano.
En general están bastante de acuerdo porque
los presidentes que han conocido tuvieron gestiones claras que luego se
reflejaron en las urnas, ya sea porque fueron reelegidos o porque desaparecieron
de la actividad política, con índices de popularidad malos y hasta
avergonzantes para quienes alguna vez confiaron en ellos.
Esta discusión solo puede darse entre personas
que suponen que esos gobernantes realmente gobernaron mediante acciones intencionales,
pero la discusión casi no tendría razón de ser para quienes suponen que
gobiernan los roles (rol de presidente) y no los coyunturales ocupantes de esos
roles.
Los ciudadanos soñamos con tener mucho poder,
hasta imaginamos que alguien lo tiene todo (Dios, el diablo, el presidente del
país más poderoso de la tierra). Imaginamos eso para seguir soñando con que si
otro llegó a tenerlo también nosotros podríamos tenerlo.
Creemos además que con ese inmenso poder
podemos evitarnos muchas molestias: jamás sufriremos hambre o sed, nunca
tendremos que obedecer a otros, tendremos una salud perfecta porque le
exigiremos a la medicina que impida nuestra enfermedad o muerte.
En los hechos la realidad quizá no sea tan
así:
— es probable que el poder radique en los
roles y no en las personas (dado que estas lo pierden cuando son remplazadas
por otras);
— que sea la «Institución Presidencia» la que manda pero no Fulana o
Mengano; y
— que el poder real dista mucho de ser
omnipotente.
(Este es el Artículo Nº 1.720)
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