lunes, 8 de julio de 2013

El hambre del triunfador




Las personas que triunfan porque tienen lo necesario para vivir dignamente, lo son porque realmente sienten hambre y angustia.

«La mentira tiene patas cortas», dice el refrán y parece que es cierto, aunque también es cierto que esas patas cortas pueden moverse a gran velocidad y desempeñarse con particular eficacia.

Siempre oímos y leemos que las personas que triunfan son personas que disponen de una gran fuerza de voluntad.

No paro de gritar a los cuatro vientos: «Querer NO es poder». No es verdad que podemos mentirnos y salir airosos.

¿Por qué digo «mentirnos»? Porque lo que realmente nos da energía, audacia e ingenio, no es la voluntad sino la necesidad auténtica, el deseo mortificante, la penuria lacerante, la escasez angustiante, el hambre que nos corroe las entrañas, la desesperación que nos impide dormir.

Cuando alguien propone el «voluntarismo», está proponiendo la solución imaginaria, la misma que lo lleva a suponer que «Dios proveerá», que «No hay mal que por bien no venta», que «Ya vendrán tiempos mejores», que «Después de siete años de vacas flacas siguen siete años de vacas gordas».

Por supuesto que podemos engañarnos. Lo hacemos todo el tiempo. Cuando creemos en seres mágicos que vendrán en nuestra ayuda (dioses, santos, vírgenes, animales totémicos, conjuros omnipotentes), cuando suponemos que todo es fácil, cuando imaginamos que existen semejantes a nosotros que han encontrado una fórmula para vivir sin esforzarse, para pasar todo el tiempo riéndose, para nunca sentir dolores, que encontraron la receta para acertar a la lotería, cuando pensamos que todo eso existe, nos estamos engañando como a niños.

Las personas que triunfan, esto es: que tienen lo necesario para vivir dignamente, aunque no les sobre nada ni vivan en una palacio rodeados de sirvientes y lujo, esas son personas triunfadoras porque realmente sienten hambre y angustia.

(Este es el Artículo Nº 1.926)

Lo bueno y lo malo de cada cosa o persona



 
Desde cierto punto de vista, cuando le regalamos a un niño correspondería agradecerle por la satisfacción que él nos permite.

Nuestra inteligencia tiende a percibir la realidad desde un solo punto de vista porque utiliza al otro como fondo y contraste.

Por ejemplo, si algo nos parece bueno, tendemos a ignorar los aspectos negativos que seguramente contiene y al revés: cuando algo nos parece malo, tendemos a ignorar los aspectos positivos  que seguramente contiene.

De más está decir que esta forma de percibir deja de conocer la parte que no queremos ver: Hitler tuvo buenas actitudes, la Madre Teresa tuvo malas actitudes, nuestro héroe nacional tuvo actos de cobardía, el Sumo Pontífice a veces dudas sobre la existencia de Dios, un varón que se excita intensamente con las mujeres puede verse sorprendido por fantasías homosexuales.

El hecho es que así funcionamos todo el tiempo y si no prestamos atención a esta característica de nuestra mente inevitablemente tendremos zonas de ceguera intelectual.

Muchas personas tienen la convicción de que debemos ser agradecidos. En casi todos nuestros pueblos hispanoparlantes sentimos la obligación de enseñarles a nuestros pequeños la costumbre de agradecer cada vez que reciben un regalo. Ni se nos ocurre pensar que esto encubre una idea ligeramente negativa.

— Algunas personas realmente disfrutan haciéndole un regalo a un niño, porque recuerdan los que recibió en su infancia, porque se gratifican observándole la alegría del pequeño, porque no saben expresar de otra forma el amor que sienten por él. Ese niño le hace un gran favor a quien regala por el solo hecho de existir y recibir el obsequio demostrando sorpresa, satisfacción, alegría desbordante. Si ese niño no estuviera ahí para recibir el obsequio quien regala dejaría de disfrutar ese momento de gloria personal;

— Por lo anterior, es el adulto quien debería agradecer.

Artículo de temática complementaria

 
(Este es el Artículo Nº 1.941)

Trabajar justifica pecar

 
Algunas personas entienden que si trabajan porque Adán y Eva pecaron, sería lógico cometer pecados propios para justificar el castigo.

En el Diccionario de la Real Academia Española se dice que, entre otras definiciones de la palabra «trabajo», deben incluirse:

8. m. Dificultad, impedimento o perjuicio.
9. m. Penalidad, molestia, tormento o suceso infeliz.

Excepto cuando nuestro cuerpo se encuentra sin energía, porque está cansado, enfermo o envejecido, el trabajo no tiene estas connotaciones dolorosas. Por el contrario, suele ser divertido y se lo extraña cuando no lo tenemos (fines de semana, feriados, jubilación, vacaciones, desocupación, huelga).

Sin embargo, las culturas que han sido influidas por los dichos del Antiguo Testamento de la Biblia, tienen motivos para estar sugestionados al punto de considerar que el cansancio por exceso de trabajo o el aburrimiento por exceso de rutina, son en realidad una condena que, según la leyenda del Génesis, Dios le impuso al ser humano porque, a instancia de una víbora, se nos ocurrió comer una fruta que había sido prohibida por el mismo que nos castigó.

Analizando la ignominiosa desproporción entre la falta y el castigo hay quienes dicen que Dios se convertía en víbora para descansar y que fue Él mismo quien, para probar la obediencia de los humanos, los tentó al pecado.

Quienes dan crédito a esta leyenda bíblica pueden verse particularmente agobiados por el trabajo pues, en vez de entenderlo como algo divertido que puede llegar a cansarnos y aburrirnos, lo consideran un castigo injusto porque, como es lógico, nadie se solidariza con la supuesta transgresión de Adán y Eva.

Por estos motivos es razonable pensar que unas cuantas personas entiendan que si están pagando una culpa que no tuvieron ahora pueden cometer transgresiones, faltas o pecados que por lo menos las hagan merecedoras del castigo laboral.

 
(Este es el Artículo Nº 1.917)


El sistema educativo nos impone creencias

 
Los ciudadanos egresados del sistema educativo de cada país disponemos de una única manera de interpretar, entender y reaccionar.

En otro artículo (1) les comento que no podemos ver aquello en lo que no creemos.

Quizá sería mejor decir que no podemos entender aquello en lo que no creemos.

Un relámpago y un trueno son entendidos de forma diferente por quienes tienen creencias diferentes.

— Unos podrán decir que están desvinculados entre sí porque ocurren en tiempos diferentes, (el relámpago se ve primero y al rato oímos el trueno porque, si bien ocurren en forma simultánea, los percibimos distanciados en el tiempo porque la velocidad de la luz es mayor que la velocidad del sonido);

— Otros podrán opinar que no tardará mucho en llover;

— Algunos rezarán y se encomendarán al dios del trueno y al dios del relámpago para que no los castiguen por los pecados cometidos;

— Esos estímulos visuales y auditivos pueden traer recuerdos de tormentas vividas en momentos significativos, quizá también estimulen alguna fantasía llena de luz, color y sonido.

Una de las funciones del sistema educativo por el que tenemos que pasar obligatoriamente al poco tiempo de nacer es instalar en nuestras mentes una cantidad de creencias a las que llamamos «conocimientos».

Según el Diccionario de la Real Academia Española, por «conocimiento» (2) debe entenderse «Entendimiento, inteligencia, razón natural».

Como en cada país se imparten conocimientos según un plan de estudios determinado por los gobernantes, los ciudadanos que pasan por el Sistema Educativo egresan con un conjunto de creencias (conocimientos) que los obligan a interpretar la realidad de una determinada manera y de ninguna otra forma.

Con este procedimiento los ciudadanos disponemos de una única manera de interpretar, entender y reaccionar. Así los gobernantes pueden prever qué entenderá cada uno de lo que se le exija, aconseje, recomiende.

   
(Este es el Artículo Nº 1.925)