viernes, 4 de julio de 2014

La decisión de una mujer aburrida




 
Desde que fallecí, hace ya varios años, mi amada hija anda tropezando por la vida.

Mi primo me dice que ella tropieza porque todos los seres vivos tropiezan, pero insisto: ella tenía devoción conmigo. Sé cuánto me lloró y estuve ahí cuando le contó a su analista que hubiera preferido la muerte de la madre en vez de la mía.

Lo primero que hizo fue hablar con una de sus amigas sobre cómo estudiar para monja. Esta joven más bien le contó cómo se había desilusionado de los sacerdotes y hasta de Dios.

Cuando se convenció que un noviciado no era para ella, ingresó como militante en una célula hiperactiva del Partido Comunista. En ese caso sentí una especie de remordimiento porque yo siempre había hablado a favor de la izquierda, pero lo hacía porque entre nuestros amigos era bien visto tener estas ideas y porque a la familia de mi viuda le ponía los pelos de punta. Toda la vida voté a los seguidores de Abelardo Guzmán que si algo no era, era ser de izquierda.

Casi la llevan presa por participar en una manifestación estudiantil y se asustó tanto que tuvo que entrar en análisis. Eso me pareció bien porque yo también me analizaba con una anciana lacaniana maravillosa, que clarificó mis ideas.

No sé si le gustan los hombres, las mujeres o ambos. Lo cierto es que sus relaciones son más bien experimentales, practica un sexo recreativo, aunque los tipos se vuelven bastante locos por ella. El cuerpo que tiene es muy atractivo. Algunos disfrutan invirtiendo en ropas, peluquerías, maquillajes, para exhibirse en su compañía. Ella pronto se aburre y los abandona.

Les cuento todo esto porque ayer, un hermoso domingo de otoño, rechazó una invitación que parecía divertida para visitar enfermos en el Hospital Licandro.

Se la notaba dispuesta a pasar lo peor posible. Era obvio que se trataba de un paseo auto flagelante, masoquista, inútil.

Deambulaba por los corredores, tratando de encontrar algo que la sacara del profundo aburrimiento, cuando al pasar por una sala del sector masculino le llamó la atención que solo una cama estuviera ocupada.

Allá fue mi Marianita. Saludó al paciente, un anciano de ojos tan viejos que ya estaban casi totalmente celestes. Le pidió permiso y se sentó en el borde de la cama.

— ¿Por qué estás acá?— le preguntó ella, como si fuera una integrante de la tripulación del nosocomio.

— ¿Usted quién es?—, preguntó el hombre, con tono avergonzado, temeroso.

— Me llamo Mariana. Estaba aburrida en mi casa y quise pasear en este hospital. Miré, vi que estabas solo y se me ocurrió charlar contigo.

El hombre quedó pensativo, mirándola, con las manos apoyadas sobre el estómago. Hizo algunos gestos con la nariz y la boca y comenzó a hablar.

— Hace un mes que me curé pero como no tengo a dónde ir, las muchachas me van dejando, no sé hasta cuándo.

— ¿No tenés familiares?—, le interrogó tomándole la mano, y le llamó la atención la suavidad y la tibieza.

— Sí y no. Calculo que tengo más de 15 hijos, pero mis piernas fueron mi perdición.

Mariana frunció el entrecejo, extrañada. Él siguió.

— Cuando era casi adolescente, entré a un baile de adultos, vi a una mujer sola, de pie, muy bien vestidita, moviéndose sin compañero. La tomé por la mano y ella me siguió. Luego bailamos, hice todo lo que quería con ella. Me comporté como un hombre que sabe dar órdenes al compás de la salsa. Ella se movía como un ángel. En poco rato pude declararla de mi propiedad, con gestos autoritarios, armónicos. Yo mismo veía todo eso que salía de mí y también veía el efecto hipnótico que le provocaba. Con ella debuté sexualmente. Sentí en mi piel lo que provoca una mujer enamorada con el hombre que eligió para padre de sus hijos.

— ¿Y?—, mi Marianita no pudo disimular su fascinación.

— Ella quedó embarazada y tuve que abandonar a mi madre porque mis cuñados y suegros me querían matar. Eso me pasó una y otra vez. Fíjate, tengo casi 80 años, soy indigente, tengo hijos por todos lados, casi ninguno de ellos sabe dónde estoy, aunque me las he ingeniado para hablarles sin darme a conocer. Nací en Costa Rica, viví en Colombia, en Argentina y ahora estoy acá, viviendo de la caridad de la gente, sobre todo de las mujeres.

Me di cuenta que en Mariana estaba creciendo una interrogante crucial para su existencia, pero no me daba cuenta qué estaba pensando exactamente.

Con los ojos llorosos, le dijo al anciano: «Ya vengo». Fue a la administración, habló con una nurse y cuando volvió, le dijo al hombre:

— Vamos para mi casa. ¿Te gustaría compartir la pobreza conmigo?

El anciano pensó como si tuviera otras opciones, pero sin decirle nada, comenzó a vestirse y allá salieron en un taxi rumbo al apartamentito de mi adorada hija, que seguramente estaba tratando de encontrar a alguien que me remplace. No le va a ir bien. Sé que este será otro fracaso de ella. Este es un embaucador, vividor, vago, proxeneta fracasado. Se va a meter en un lío del que no podrá salir así nomás. Le va a ir mal. Estoy seguro.

— ¿Además de engreído, celoso?—, dijo la voz del primo.

(Este es el Artículo Nº 2.225)

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