jueves, 14 de julio de 2011

Ser rico sólo significa tener salud

Si podemos aceptar la hipótesis de que todo es orgánico y que el espíritu es una ficción, entonces riqueza es simplemente tener buena salud.

Podemos decir que alguien tiene riqueza desde por lo menos dos puntos de vista:

— Posee un patrimonio valuado en más de lo que posee el promedio de los otros ciudadanos;

— Posee un estado de ánimo que lo hace sentirse realizado, conforme, humanamente feliz.

La mayoría de las personas tiene una visión cartesiana de la realidad (1), esto es, cree que el ser humano está compuesto por dos partes: una material (el cuerpo) y otra inmaterial (espíritu).

Creo que esta premisa es falsa y que se sostiene a lo largo de los siglos porque nos conviene, nos gusta, nos permite creer en fuerzas mágicas omnipotentes, es coherente con la creencia en Dios como padre protector infalible que nos salvará de todo mal en tanto no hagamos algo que lo enoje.

Si pudiéramos desprendernos de esta interpretación fantasiosa de la realidad, tendríamos otra visión de qué significa poseer riqueza.

Con esta interpretación no cartesiana de la realidad, rico es quien tiene satisfechos sus necesidades y deseos con la tranquilidad de que sus futuras necesidades y deseos también serán satisfechos.

Esta situación es orgánica y no tiene nada de mágica ni espiritual ni inmaterial. Tiene riqueza quien posee la salud suficiente para seguir viviendo porque su respuesta a los obstáculos es eficiente, adecuada, oportuna.

Si cancelamos la existencia de algo tan poco explicable como son el espíritu, los poderes mágicos y el libre albedrío, podemos acceder a la riqueza de aceptarnos como somos, sin creernos superiores, sin temerles a otros que necesitan perjudicarnos para también sentirse superiores.

En suma: en un máximo de simplificación, ser rico es tener salud física (porque la psiquis también es orgánica).

(1) Matemáticamente, el cuco no existe

Pienso, luego ... sigo pensando

El dogma del dualismo cartesiano

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sábado, 11 de junio de 2011

El carácter

El carácter es el resultado de varias fuerzas que nos gobiernan desde adentro (inconsciente) y desde afuera (cosmos, sociedad, cultura). Por esos «somos como somos».

El inconsciente es un yacimiento energético que nos gobierna, junto con los factores externos y los biológicos que nos toquen en suerte.

En el inconsciente laten los instintos de nuestra especie y que la cultura no tolera, los deseos reprimidos aunque jamás anulados, las preferencias más profundas.

Esos componentes son semejantes entre los distintos individuos, pero no iguales en fuerza, importancia, insistencia.

El carácter está determinado por la combinación personal de esas fuerzas inconsciente que nos gobiernan.

Todos tenemos alguna idea de cómo es nuestro carácter, pero lo que conocemos de él es la parte superficial, las manifestaciones evidentes, pero no su integración.

Sabemos que tenemos paciencia, que somos rencorosos, vengativos, que por las buenas entregamos todo, que preferimos rendir los exámenes usando siempre el mismo corpiño, que Dios nos protege en forma personalizada, que hemos encontrado el verdadero sentido a la vida propia, que nos irrita tener que pedir las cosas dos veces y miles de etcéteras más.

Pero por qué y cómo ocurren estas reacciones que nos caracterizan sólo cuenta con respuestas conjeturales, por aproximación, hipotéticas.

Parecería que el carácter está bastante condicionado por cómo nos va en tres etapas de nuestra vida placentera.

Comenzamos gozando de la vida comiendo y bebiendo (placer oral), luego éste placer cede algo de terreno al placer anal, de retener y evacuar nuestras heces y finalmente, algo de placer se instala en nuestros órganos genitales.

Los adultos gozamos comiendo, defecando o fornicando literalmente, pero sobre todo gozamos con actividades afines, simbólicas, representantes de esas actividades. Por ejemplo, comemos con los ojos (miramos), o retenemos dinero (ahorramos), o producimos (nos reproducimos con la actividad genital).

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domingo, 8 de mayo de 2011

El poder de lo impronunciable

Un trauma es una experiencia que no podemos describir, representar, dibujar, simbolizar. Nos ocurre por accidente pero también es usado por los gobiernos, religiones y publicitarios.

«¡Esto no tiene nombre!»: «Mira, no tengo palabras para decir lo que presencié»; «¡Nos dejó mudos de espanto!», … hay varias expresiones para describir lo que no se puede describir.

Contamos con algunos adjetivos para calificar aquello de lo que no se puede hablar: inefable, impronunciable, indecible, inenarrable y quizás existan otros que no recuerdo.

Las cosas, sucesos o fenómenos que puedan calificarse como inefables, o son maravilloso, geniales, sublimes o son terroríficos, espantosos, demoníacos.

Así parece funcionar nuestra psiquis.

Enterados de esta forma de reaccionar, no faltaron quienes inventaron formas de utilizar la característica en beneficio propio.

Cuando la psicología es utilizada para someter, se utilizan apremios físicos que tienen por objeto producir estados de ánimos inefables, de pánico, horror, parálisis mental, alienación, lavado de cerebro.

Cuando la psicología es utilizada para imponer ideas, se utilizan imágenes atractivas pero de difícil descripción verbal o directamente se quitan los vocablos, sustituyéndolos por logos que representan una marca, una idea, una ideología.

El caso más efectivo del que tengo noticia es el de Dios cuya representación imaginaria está explícitamente prohibida. Quienes creen y quienes no creen, nunca han visto un dibujo o un monumento que lo evoque. Sólo nos entendemos por esa palabra.

Esta ausencia de representación simbólica (imagen, nombre) aumenta su estatus, su valor, su significatividad.

Quizá suene extraño pero este procedimiento es similar al utilizado por el terror, aunque sus fines estén generalmente en polos opuestos.

Psicológicamente, un trauma es una experiencia que no se puede simbolizar, no se puede describir, dibujar. Esta particularidad es la que le aporta su fijedad, inamovilidad, estabilidad, inalterabilidad, dominándonos sin que podamos controlarlo (al trauma).

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Un solo cónyuge y un solo Dios

La monogamia fundamentalista, los celos radicales y la furia desproporcionada ante las infidelidades, están justificados y reforzados fuertemente por el monoteísmo impuesto en el primero de los diez mandamientos.

El sentimiento de monogamia es muy fuerte y popular. La creencia en Dios también es muy fuerte y popular.

Diría que la mayoría de las personas desean la monogamia y de alguna forma creen en Dios.

Seguramente los diez mandamientos están ubicados en orden de importancia y no es casual que el primero refiera a que Dios tiene que ser uno solo («Amarás a Dios sobre todas las cosas»).

Por lo tanto es posible concluir que la relación de cada ser humano con Dios es y tiene que ser monogámica.

Si pudiéramos pensar a Dios como un ser humano, entonces tendríamos derecho a decir que Él es celoso. El primer punto del contrato religioso (los diez mandamientos que los creyentes aceptan) es la radical exclusión de otros dioses en la adoración de los mortales.

También es posible pensar que el arraigo y popularidad de esta creencia en un ser superior tiene como una de sus causas el hecho de que cada uno tiene la libertad de diseñar al Dios que más le conviene.

Si bien Dios es uno sólo, también es cierto que si pudiéramos ir al fondo del asunto, tendríamos que reconocer que cada uno cree en Él de una manera personal.

Los teólogos son estudiosos que han logrado encontrar cuáles son las características que todos le atribuyen a ese ser superior (omnipotencia, justicia, inmortalidad). Gracias a estos criterios unánimes es que pueden juntarse muchos creyentes en una misma institución eclesiástica (católicos, protestantes, judíos).

En suma: La fobia universal a compartir con otros a nuestro cónyuge, se refuerza con la creencia en un Dios que nos exige monogamia y fidelidad.

Artículo vinculado:

Intercambio de órganos genitales

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Dios y mi cónyuge sienten celos del dinero

El inconsciente de una mayoría nos determina para que seamos monógamos y rechacemos furiosamente ser víctimas de una infidelidad. Este sentimiento, se asocia al monoteísmo y eventualmente a no amar el dinero (bienestar, riqueza).

En otro artículo (1) hice referencia a que todos creemos en Dios de una u otra forma.

Lo expreso de esta manera porque los ateos creemos en Él por la negativa. Al pensar que Dios no existe caemos en la trampa de mencionarlo, con lo cual ya le estamos dando un cierto nivel de existencia.

Dejo de lado este asunto porque lo que me interesa comentarte es que en el artículo mencionado reflexionaba sobre la interesante conexión intelectual y emocional que existe entre el primero de los diez mandamientos («Amarás a Dios sobre todas las cosas»), la monogamia, los celos y la desproporcionada reacción que nos provocan las infidelidades conyugales.

Para representar gráficamente al inconsciente que determina en última instancia todos nuestros actos recurro a lo que en física hidráulica se denominan «vasos comunicantes».

En las ciudades donde recibimos el agua o el gas combustible por cañerías, estamos conectados a una red de «vasos (cañería) comunicantes» y de modo similar, también estamos comunicados a otra red, aislada de la primera, por la que circulan los desechos que evacuamos en el baño, la cocina y otros desagües.

Así se organizan los contenidos del inconsciente aunque los afectos, recuerdos y deseos circulantes, se mezclan dentro de la red, fenómeno al que le llamamos asociación.

El tema de este artículo refiere a que por asociación, estamos determinados para que nuestra vocación monogámica y monoteísta, pueda apartarnos de amar otras vocaciones tales como el bienestar, el dinero, la sabiduría.

En suma: Algunos pobres patológicos pueden rechazar (odiar, des-amar) el dinero para sentirse fieles a su Dios y a su cónyuge.

(1) Un solo cónyuge y un solo Dios

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El espíritu posee todas las virtudes deseadas

Las personas espirituales intentan inútilmente librarse de los sufrimientos que recibimos del cuerpo (enfermedad, tortura, cárcel, explotación, envejecimiento, muerte).

En un artículo anterior (1) compartía con usted una hipótesis referida a esa creencia popular (casi universal) según la cual los seres humanos estamos compuestos por una parte material llamada cuerpo y otra parte inmaterial llamada espíritu o alma.

Esta suposición está llena de consecuencias, implicancias, derivaciones. Es muy difícil imaginar cómo sería la humanidad si esa abrumadora mayoría dejara de creer en el dualismo cartesiano (2), esto es, en que estamos constituidos por la suma de una parte medible (el cuerpo, res extensa) y otra parte inmaterial (el espíritu, res cogitans).

La hipótesis que les comenté en el primer artículo (1) según la cual la creencia en el espíritu está sostenida por nuestra anhelo de evitar el poder que los demás puede ejercer sobre nuestro cuerpo por ser material, tiene por lo menos una consecuencia potencialmente causante de la pobreza patológica en tanto ese apego a nuestra inmaterialidad imaginaria también tiene por objetivo no ser robados.

En efecto, quienes se desesperan de sólo imaginar que pueden ser privados de algo que poseen, seguramente serán muy cuidadosos y obsesivos protectores de sus posesiones así como también no faltarán quienes opten por una manera aún más segura de no ser robados, esto es, no tener bienes robables.

Obsérvese cómo en los hechos el razonamiento intuitivo puede ser muy coherente y que podría ser pensado con esta oración: «Valoro mi espíritu porque a él nadie puede encarcelarlo, torturarlo, enfermarlo y valoro mi pobreza porque si no tengo bienes, nadie podrá robarme, pedirme limosna o cobrarme impuestos».

La pobreza por exceso de espiritualidad puede tener su origen en la imposibilidad de aceptar la pérdida de los cuidados maternales (no asumir la castración).

(1) El espíritu es una construcción defensiva

(2) El dogma del dualismo cartesiano

La psiquis hormonal

¿La pobreza existe gracias a Dios?

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miércoles, 6 de abril de 2011

Grandes creencias para grandes temores

Las creencias son ideas creadas automáticamente por nuestra psiquis para compensar algún desequilibrio, aliviar algún malestar, calmar la angustia en general, contrarrestar temores reales o imaginarios.

Las creencias son proporcionales al temor que intentan compensar.

Una creencia es una verdad inventada que le brinda a su poseedor la sensación de que las cosas son como la creencia describe.

Una creencia puede ser evaluada por la escasez de datos objetivos y demostrables que la componen.

Por ejemplo, temo enfermarme, sufrir dolores, incapacidad, dependencia y muerte. Convivo con este miedo y mi creencia consiste en que la medicina es muy eficiente, con escaso margen de error diagnóstico o terapéutico.

Como no estoy obsesionado con este miedo sino que sé que está en mí y pocas veces viene a mi mente o me provoca pesadillas, entonces mi creencia en los poderes curativos de la medicina también son moderados.

A su vez, creo constatar objetivamente que la medicina realiza curaciones sorprendentes, pero que a veces deja secuelas o no puede curar un simple resfriado.

Si algún día comienzo a enfermarme cada vez más seguido y mi hipocondría se dispara, aumentará también mi creencia en la omnipotencia de la misma medicina que hoy evalúo con un relativismo displicente.

El miedo a no ser amados, incluidos, considerados, protegidos, acompañados para satisfacer nuestro instinto gregario, lo compensamos bastante bien conservando el narcisismo que debimos abandonar junto con la niñez.

Efectivamente creemos ser agradables, hermosos, inteligentes aunque la constatación objetiva de esta suposición sea difícil o imposible.

Imaginemos cuán ineficiente es un adulto que necesita aferrarse a creencias infantiles.

Obsérvese además la paradoja: el miedo al abandono nos induce la creencia de que somos deseables.

Algo similar ocurre con la creencia en Dios, cuyas grandiosas aunque indesmotrables posibilidades sugieren la existencia de un miedo a vivir igualmente grandioso.

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