El amor a Dios le resta inevitablemente amor a nuestros semejantes con quienes realmente podemos asociarnos para producir y ayudarnos mutuamente.
Las miradas y el dinero se parecen (1) porque son necesarios para vivir.
Cuando me refiero a miradas me refiero a que ellas son una señal de aprobación del otro, del que miramos, del semejante que nos gusta, atrae, necesitamos tenerlo en nuestro grupo (colectivo, sociedad, compañía).
La necesidad de contar con un instinto de conservación asociado a un instinto gregario se manifiesta porque casi todo lo que obtenemos para vivir proviene de algún intercambio con los demás.
Las economías autosuficientes (agricultura, pesca) son excepcionales.
Si todo mi esfuerzo está puesto en lograr la aprobación y el amor de un ser imaginario como es Dios, entonces este otro de carne y hueso que tengo a mi lado, recibirá menos atención, amor, miradas.
Teniendo adelante a un pobre ser humano y a Dios, nada podrá evitar que mis ojos prefieran al perfecto, inmortal, maravilloso.
Amándolo a Él, mi prestigio queda a buen recaudo porque es casi obvio que “dime con quién andas y te diré quién eres”.
Esta afirmación me conduce a deducir que “si andas con Dios, eres dios, y si andas con humanos… ¡me das lástima!”.
Si bien quienes me asesoran sobre los asuntos divinos me indican que Él ama a quienes aman a los humanos, nada mejor que “ser más realista que el rey” y cortar camino dedicándole toda la energía a quererlo sólo a Él, con total devoción, sin promiscuas poligamias.
La mejor y única forma de amar y servir al Señor es la monogámica, sin alentar otros amores por más que en su infinita tolerancia Él nos diga que acepta de buen grado que repartamos nuestro amor.
Los humanos valemos menos que Dios.
(1) Las miradas se parecen al dinero
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