jueves, 6 de junio de 2013

Las creencias como redes de contención



 
Para poder tomar los riesgos inherentes a vivir necesitamos tener algunas creencias que funcionen como redes de contención.

El Gran Circo de Giuseppe Rossi viajaba por todo el mundo y se lo reconocía por dos características importantes: no mostraba animales amaestrados y las acrobacias en el trapecio ponían al público de pie y con el corazón en la boca.

Estos trapecistas habían ingresado a la compañía desde muy jóvenes. Eran una muchacha afrodescendiente y un hindú de piel casi negra.

Si bien trabajaban con una red de contención que los protegía de alguna caída inevitablemente mortal, nunca la habían utilizado porque los vuelos eran perfectos.

En cierta ocasión el circo intentó entrar a un país excesivamente riguroso en los controles sanitarios de los inmigrantes y cuál no fue la sorpresa de los volatineros cuando vieron cómo los inspectores tomaban las cuerdas de la red de contención y la deshacían con las manos delante de quienes habían arriesgado sus vidas de manera extremadamente temeraria contando con que ninguna caída tendría consecuencias lamentables.

Al constatar esta evidencia la muchacha se abrazó a su compañero y se le aflojaron las rodillas al imaginar lo que les podría haber ocurrido.

Mientras estuvieron creyendo en la fortaleza de la red pudieron desplegar todo su talento con la máxima audacia. La inesperada inspección sanitaria les demostró que esa creencia era falsa.

Los humanos necesitamos tener algunas creencias que funcionen como redes de contención. Las necesitamos para atrevernos a tomar los riesgos correspondientes a vivir: salir de la casa, entrevistarnos con un posible empleador, abordar a otra persona que nos gusta y deseamos, enfrentar los compromisos inherentes a la formación de una familia, endeudarnos, gestar hijos y hasta confiar en gente extraña para que los cuide, ser intervenidos quirúrgicamente...

Necesitamos creencias que funcionen como redes de contención.

(Este es el Artículo Nº 1.901)

Violación por no saber negarse



 
La violación menos penalizada se caracteriza porque la víctima debe actuar dolorosamente contrariada porque no supo negarse cuando pudo hacerlo.

Se denomina violación a un acto sexual no consentido por una de las partes.

A veces, como es el caso de los muy pequeños de edad, este consentimiento puede existir pero ser inválido porque aún no tienen madurez emocional o intelectual como para tomar decisiones sobre la propia sexualidad.

En el caso de los cónyuges, comprometidos ante la sociedad o ante Dios a convivir, existe violación cuando uno de los cónyuges se siente obligado a ceder a las solicitudes del otro.

Solemos pensar que la violada siempre es la mujer, pero también ocurre que el violado es el varón cuando ella ejerce presión psicológica sobre él para que «cumpla como hombre».

Estas violaciones matrimoniales no parecen ser muy graves a pesar de ser alcanzadas por el calificativo, pero cuando alguien no sabe decir «no» cuando debería decirlo si respetara su propio deseo (a nivel familiar, laboral, social), seguramente se verá auto-violado y tendrá sentimientos similares a los que padecen quienes son conscientes de ser víctimas de tal vejamen.

Nuestra cultura valora de diferente forma estas infracciones graves.

El ataque sexual a niños es el más indignante. Los humanos somos impiadosos con quienes lo realicen, sin considerar que la mayoría de esos actores padecen una enfermedad mental no diagnosticada.

El ataque sexual a personas adultas es menos indignante porque para muchos siempre está en duda la seducción impuesta por la víctima.

Por ejemplo, está claro que algunas actitudes femeninas son más peligrosas que otras, pues el despliegue seductor activa un instinto tan poderoso como es el reproductivo.

La violación menos penalizada, porque es ignorada hasta por la víctima, ocurre cuando esta actúa dolorosamente contrariada porque no supo negarse cuando pudo hacerlo.

(Este es el Artículo Nº 1.871)

domingo, 5 de mayo de 2013

El mercado laboral terrenal




Pagamos con satisfacción a quien produce bienes y servicios que realmente necesitamos, de buena calidad, entregados oportunamente y con precio razonable.

En muchas personas existe la creencia en que para ganar dinero honestamente tenemos que hacer méritos hasta que los beneficiados por nuestra devoción hacia ellos los obliguen a retribuirnos.

Si le costó entender lo que quise decir, entonces usted no pertenece a ese grupo de trabajadores que solo cobran lo que les pagan, incapaces de asignarle un valor a lo que producen, alejados de otros colegas con quienes pueden juntarse para defender mejor los intereses que profesionalmente comparten.

Aunque el Diccionario de la Real Academia Española aún no lo ha validado, (cursa el año 2013), ya podemos usar la palabra «meritocracia», la que etimológicamente querría decir: «gobierno ejercido por quienes tienen mayores méritos».

El eslogan más antiguo y convincente de esta idea dice: «Ayúdate que te ayudaré», con lo cual quiere decirse, entre otras cosas, que primero tenemos que hacer méritos para luego recibir el premio merecido.

Dado el contexto básicamente religioso del eslogan el empleador universal es Dios, a quien por definición se le atribuyen las aptitudes de saberlo todo y de ser perfectamente justo.

Para quienes se adelantan a los acontecimientos, (a la propia muerte), y suponen que ya están viviendo en el Paraíso, es lógico pensar que el mercado laboral está regido directamente por el Jefe Máximo (Dios).

Pero no es así: el mercado laboral del planeta Tierra tiene otra lógica, más fría, menos mágica, con un criterio de justicia que NO es divino.

Entre los que aún seguimos vivos, se le paga a quien produce bienes y servicios solicitados por el comprador (empleador, cliente), en proporción a la buena calidad, a la oportunidad (no en cualquier momento sino cuando son pedidos) y con precio razonable.

(Este es el Artículo Nº 1.870)

La creencia en Dios sin poder dudar



 
La creencia en Dios, firme y sin dudas, puede convertir al creyente en un proyectil humano descontrolado que embiste ciegamente.

Vivo en Montevideo, capital de Uruguay. Por eso vivo enfrente a una de las ciudades más grandes del mundo: Buenos Aires, capital de Argentina.

El resto de Latinoamérica no lo sabe, pero mis vecinos son un enorme teatro, tan grande que a su vez adentro tienen otros teatros.

Solo ellos y nosotros nos damos cuenta de la sutil diferencia que tenemos en el habla. El resto de la humanidad no sabría distinguir quién es porteño (nativo de Buenos Aires) o uruguayo.

Anoche (abril de 2013) escuché por televisión las declaraciones de una abogada, política y, por supuesto también actriz no diagnosticada, porteña, llamada Elisa María Avelina Carrió, cuya abreviatura según quienes la aman o le temen es Lilita.

Son muchos quienes le temen porque se ha especializado en hacer denuncias de corrupción, sin embargo, y este es el único motivo por el que la menciono, según ella dijo en dicha entrevista, «Yo solo le temo a Dios porque a ningún ser humano hay que tenerle miedo».

Dada su condición actoral no puedo saber si ella se refirió a Dios metafóricamente o literalmente, pero debería suponer esto último porque el Estado argentino tiene una religión oficial (la católica).

Aunque siempre hablo en contra de quienes tienen esta creencia, esta vez debo hacer un comentario ligeramente diferente.

Cuando analizamos los diferentes integrantes de nuestro colectivo, nos encontramos con las personas que no dudan, que están convencidas y que actúan en consecuencia.

Más concretamente: si alguien (Carrió) cree en la existencia de un poder superior y niega la posibilidad de que otros semejantes a ella podrían ponerla en peligro, se convierte en un proyectil humano, en alguien que embiste ciegamente, gracias a Dios.

(Este es el Artículo Nº 1.864)

Mariana gana perdiendo

 
Cuando Mariana tenía doce años era popular entre sus compañeros de colegio porque nadie le había ganado en carreras de cien metros.

Ella estaba muy orgullosa de ser especialmente amada por todos y, por qué no reconocerlo, también sentía un plus de goce imaginando que algunas compañeras, con cabelleras más hermosa, con senos muy vistosos y muy solicitadas por los chicos para bailar, envidiaban la velocidad de las piernas de Mariana.

Cierta vez, en una competencia realizada entre varios colegios del barrio, Mariana, por primera vez, fue vencida por otra niña, de la misma edad pero un poquito más alta, muy delgada y afrodescendiente.

Los compañeros de Mariana intentaron alentarla disimulando la bronca que sentían por haber perdido el trofeo. El sacerdote que los lideraba también la consoló hipócritamente.

Ella nunca hubiera imaginado que eso era fracasar. Jamás había sentido tanto dolor imposible de explicar e imposible de calmar hablándolo con la almohada o escribiéndolo en el diario íntimo.

No podía dormir, lloraba, sentía dolor en el estómago, encendía la luz y se miraba las piernas pensando que en ellas estaría la explicación de algo tan insólito.

En las primeras horas de la madrugada imaginó una escena maravillosa.

Los familiares de la ganadora estaban reunidos a la hora de cenar. Padres, hermanos, abuelos, tíos. Una mesa larga. Cuando todos ya tenían servido su plato de comida, el padre los invitó a rezar como era tradición. Comenzó por agradecer a Dios el plato de comida que tenían delante y para terminar mencionó la carrera que había ganado su hija allí presente. El hombre le agradeció a Dios que existiera una persona como Mariana, que a pesar de ser la mejor de todas, que a pesar de tener las piernas más veloces, también tenía la bondad de cederle el primer lugar a su hija, que nunca había ganado una carrera y que a partir de ahora sentiría más confianza en sí misma para convertirse en una mujer feliz... gracias a la generosidad de Mariana. «¡Que Dios Bendiga a Mariana!», dijeron a coro los comensales compartiendo las lágrimas del padre.

Esta imagen provocó una incontenible felicidad en la joven que no podía dormir, sumiéndola en un sueño profundo y reparador.

Como corresponde a una chica inteligente, que aprovecha las oportunidades que le ofrece la vida, nunca más quiso ganar una carrera y dedicó toda su vida a fracasar para cederle a otras personas y a sus familias el placer de tener un hijo exitoso, segura de que en todas las cenas familiares alabarían el nombre de Mariana ..., con lo cual recibiría una gratificación superior a  cualquier otra.

(Este es el Artículo Nº 1.881)