La ignorancia es una condición de gran valor para quienes cuentan con ella. Tiene mala fama pero es imprescindible para que ciertas cosas sucedan.
Por ejemplo, todas las personas que creen en Dios están obligadas a no entender algunos hechos. Por ejemplo, deben desconocer por qué Dios permite algunas desgracias que parecen injustas.
El creyente supone que ese no entender y seguir amándolo, es un gesto de humildad que lo vuelve digno a los ojos de Dios.
Sin esa incomprensión, los sacerdotes no tendrían justificado su ministerio.
De forma similar es necesario que una mayoría de ciudadanos no entienda qué es el dinero para que los banqueros y ciertos privilegiados con ese conocimiento puedan continuar ejerciendo el control de una mayoría ignorante.
La comparación con el fenómeno religioso no es casual. Usted y yo tenemos que tener fe en que esos papelitos (billetes) o esos trozos de metal (monedas) tendrán valor de cambio si pretendemos canjearlos por lo necesario (comida, vestimenta, etc.).
El por qué esos pequeños objetos (billetes y monedas) tienen valor de cambio suele ser tan poco entendible como la causa por la que un Dios bueno y poderoso permite (¡o decide!) que ocurra una tragedia.
Los misterios de la religión nos vuelven temerosos de Dios porque no sabemos bien qué hacer para que no nos castigue como a las víctimas de un accidente.
Los misterios sobre el dinero nos vuelven temerosos de él, de quienes lo poseen en abundancia, de quienes pueden influir sobre su valor, de quienes pueden falsificarlo y en general, temerosos de un grupo de personas desconocidas.
El temor a Dios nos da por aliarnos con Él y el temor a los ricos nos da por odiarlos.
Este temor que surge de la ignorancia nos vuelve inseguros, vulnerables, es decir: fácilmente gobernables y explotables.
(Este es el Artículo Nº 131)
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