miércoles, 6 de abril de 2011

«¡Hola, hola! ¿Se cortó?»

El castigo consistente en «dejar de hablarle» a alguien, describe claramente cuán importante y temible cree ser el castigador para el castigado.

«Se ofendió tanto, que dejó de hablarle».

Casi todos hemos sido actores o víctimas de una situación así.

A veces se trata de algo terriblemente mortificante y otras veces no es más que la ilusión de alguien que supone que su silencio es mortífero.

Cuenta la historia que al principio Dios bajaba de vez en cuando para dialogar con los humanos.

Los diálogos que llegaron hasta nuestros días (contenidos en La Biblia), son muy naturales aunque Dios nunca se muestra humilde ni democrático ni condescendiente.

Él se sabe poderoso y ni lo oculta, ni lo disimula.

Pero al menos Él se daba alguna vuelta por nuestro territorio, se hacía ver, pero más que nada se hacía oír.

Podemos pensar que la vida para aquellos humanos era tan bella y compleja como la actual. Para nada entendieron que dialogar con Dios era algo importante. Era simplemente lo habitual.

En algún momento Él dejó de hablarnos.

Aquellas mentes acusaron el impacto y recién ahí se dieron cuenta que dialogar con Dios no era algo tan trivial.

Tuvo que aparecer la ausencia para que pudiéramos reconocer lo valiosas que eran aquellas charlas.

Este corte repentino del diálogo, nos llama tanto la atención porque nuestra psiquis se alarma, se angustia, se excita, queda perturbada. Surge algo dentro nuestro negativamente sorprendente.

Recordemos que nuestra mente ama (fundamentalmente) por temor. Nuestro primer objeto de amor es nuestra madre ... sin la cual moriríamos.

Desde que nacemos sabemos de nuestra vulnerabilidad y rápidamente procuramos convertirnos en algo deseado para nuestro protector (mamá, papá, jefe, sindicato, Dios).

En suma: quien deja de hablarnos como castigo, cree (o sabe) que tememos su abandono.

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