La creencia en Dios cumple tantos objetivos que ponerla en duda constituye un gesto agresivo.
Los gestos agresivos no siempre son negativos.
— los dentistas los hacen todo el tiempo para sanar nuestra dentadura;
— la medicina combate enfermedades de forma agresiva, a tal punto que muchas soluciones son a costa de daños colaterales inevitables a nivel hepático, renal, gástrico;
— la policía actúa de forma agresiva —aún causando daños materiales y personales—, tratando de evitar que grupos defensores de intereses sectoriales (huelguistas, manifestantes, revoltosos), perjudiquen a la mayoría.
La creencia en Dios se forma con los ideales humanos más deseables e inalcanzables: omnipotencia, omnipresencia, omnisciencia, inmortalidad, justicia infinita, bondad incuestionable.
Cada creyente supone eso de sí mismo:
— imagina que «querer es poder»;
— que es posible al menos estar enterado de todo lo que ocurre;
— que cuidando la salud, la muerte nunca llegará;
— que nuestro criterio es perfecto a la hora de juzgar a los demás;
— que si no nos agreden, tenemos una bondad infinita.
Pero además, el creyente cree que esa características ideales, sólo las detenta él. Los demás hacen esfuerzos por lograrlo, pero no lo logran.
Como sostener esta idea públicamente implicaría una casi segura internación en un hospital psiquiátrico, entonces se viste con abundante humildad, diciendo que solo algunas personas son así.
Estos maravillosos seres humanos, cuando pierden su cuerpo terrenal (al morir), son santificados (imagen).
Los ciudadanos que sostienen estas creencias (una mayoría), piensan que los sistemas son buenos, pero los que siempre fallan son los humanos.
El interés de una mayoría por confirmar que «los que siempre fallan son todos menos yo», es lo que fomenta la creación y mantenimiento de sistemas muy imperfectos, que provoquen errores, demoras.
En suma: Las organizaciones y administraciones, generalmente estatales, son burocráticas, ineficientes, molestas y generan pérdidas... Gracias a Dios.
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