Sabido es que caemos hacia abajo y que eso puede constituir un accidente fatal.
Corro el riesgo de tropezar con la obviedad más ridícula, porque disfruto del (inexplicable) placer de estudiar, pensar, redactar y publicar en este blog, ideas sobre cómo somos y qué nos convendría hacer (teniendo en cuenta «cómo somos») para mejorar nuestra calidad de vida.
Algo que parece tan evidente como la fuerza de la gravedad (y los cuidados que debemos tener con ella para no caernos y matarnos), es —por ejemplo— cómo evaluamos a las personas después de que mueren.
Por alguna razón que ahora no viene al caso, todos conocemos nuestro drástico cambio de opinión cuando nos abocamos a evaluar la gestión o la calidad humana de alguien fallecido.
Repentinamente se suspenden todos los ataques, críticas adversas e insultos y pasan a ocupar ese espacio, desde un respetuoso silencio a una encendida glorificación.
Tranquiliza pensar que estas exageraciones no son graves porque el beneficiado ya no puede influir sobre nuestras existencias.
Sin embargo, algo tan preocupante como la ley de la gravedad, es la rentabilidad que obtienen quienes se dedican a recordar o reivindicar la figura de alguien que falleció como víctima de algún acto condenable.
El fenómeno gravitacional probablemente funcione de la siguiente manera:
Todos recordarán que Dios (el más bueno de los seres imaginables), hizo matar a su hijo (Cristo), para redimir (perdonar, salvar) nuestros pecados.
La historia no nos puede dejar en un peor lugar: tenemos una deuda infinita y una culpa infinita.
¿Quién puede ganar el dinero necesario con esta mochila cargada con tales trozos de roca?
En suma: competirán con desventaja quienes, inconscientemente, sientan culpa por la muerte de Cristo, de los judíos alemanes, del Che Guevara o por cualquier otra víctima erigida para desmotivarnos, debilitarnos, gobernarnos, dominarnos, empobrecernos.
Nota: La imagen muestra un monumento recordatorio (Nagasaki) de 188 mártires japoneses que fueron perseguidos y matados por profesar el catolicismos, durante el siglo 17.
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