Antes cada individuo mantenía una
relación personal con su Dios, ahora, cada ciudadano es un usuario anónimo,
controlado por la policía sanitaria (medicina).
Antiguamente, la iglesia era la intermediaria
entre cada ser humano y Dios. La institución eclesiástica administraba ese
vínculo personal de tal forma que, producida la muerte terrenal, cada ser
humano pudiera tener todo su historial en orden como para que el pasaje al
Paraíso fuera sencillo, sin tropiezos.
Algo muy parecido ocurría en los países donde
existe la jubilación: alguna institución del estado, similar en función a las
iglesias, se encargaba de llevar la cuenta de los aportes del trabajador, para
que al final de la carrera laboral, fuera fácil empezar a cobrar los beneficios
jubilatorios.
Sin embargo, las iglesias empezaron a perder
terreno frente a la medicina.
Efectivamente, este arte científico de curar
fue desplazando la tarea de los sacerdotes, porque los médicos empezaron a
ocupar los puestos más importantes en la vida de los ciudadanos.
Lo mismo ocurrió en la relación con los
gobernantes. Antiguamente el clero actuaba «codo con codo» junto a los gobernantes,
persuadiendo a los ciudadanos desde el púlpito y desde el confesionario, sobre
cuáles eran las mejores conductas para complacer a Dios, es decir, al gobernante
socio del sacerdote. Sin embargo ahora, son los médicos, que ofician como
«policía sanitaria», quienes imponen en los gobernados la disciplina, a través
de frecuentes controles corporales, dieta alimenticia, consumo abundante de
drogas farmacológicas, amputaciones llamativamente frecuentes de órganos que
parecen estar de más (tiroides, útero, apéndice, vesícula biliar).
Algo
sustantivo en este cambio es que antes cada individuo se sentía único ante su
Dios, mientras que ahora el ciudadano es uno más frente a los criterios de
salud masivos de la medicina (medicalización social).
Aquella
individualidad fue remplazada por la masificación económicamente más eficiente.
(Este es el
Artículo Nº 1.657)
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