«Si gente muy inteligente
divulga su creencia en Dios, mi libertad para proponer ideas insólitas es casi
infinita».
En los lugares donde se juntan muchas personas
(para hacer trámites, para ser entrevistadas, para ser examinadas), suele haber
algún cartel que dice: «Espere
a ser llamado», «Para ser atendido, saque número», «Manténgase detrás de la
línea amarilla».
En general,
las personas que respetan estas indicaciones son una mayoría. Las que no las
respetan suelen ser personas con alguna deficiencia mental o educativa.
Por
ejemplo, quienes no entienden la cartelería es razonable que no la respeten;
los niños no tienen noción de línea amarilla que no permite pasar en tanto
ellos observan que fácilmente se la puede trasponer; unos pocos ciudadanos no
pueden evitar hacer exactamente lo contrario a lo que se les pide.
A nivel de
humanidad (el agrupamiento mayor), esa línea amarilla parece estar tatuada en
la mente de algunas personas, quienes se sienten inhibidas para pensar de forma
alternativa a como se les dijo que pensaran.
Algunos
románticos sueñan con recobrar la mentalidad infantil, esa que desconoce lo que
son las «líneas amarillas» infranqueables.
Para
reforzar esta parálisis, esas mismas personas están convencidas de que tienen
la libertad de hacer y de pensar lo que quieren. Es decir: son presidiarios que
se creen libres; no pueden pensar algo distinto a lo que les enseñaron, pero
igual se imaginan capaces de tomar cualquier decisión. Son apóstoles del libre
albedrío, que en una especie de círculo vicioso, no pueden dejar de pensar de
una única manera, que rechazan cualquier idea distinta, que se ofuscan con
quienes no comparten sus creencias.
No sé por
qué soy ateo, pero serlo me permite razonar así: «Si gente muy inteligente
divulga su creencia en Dios, mi libertad para proponer ideas insólitas es casi
infinita».
(Este es el
Artículo Nº 1.677)
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