La ignorancia es una condición de gran valor para quienes cuentan con ella. Tiene mala fama pero es imprescindible para que ciertas cosas sucedan.
Por ejemplo, todas las personas que creen en Dios están obligadas a no entender algunas ideas. Por ejemplo, deben desconocer por qué Dios permite que una madre que está amamantando a su niño, se enferme, lo contagie, y sucedan una serie de tragedias incompatibles con la bondad y la omnipotencia de ese Dios.
Los sacerdotes necesitan que esto sea así porque si todos entendieran fácilmente los actos de fe inherentes a la religiosidad, entonces ellos estarían desocupados.
De forma similar es necesario que una mayoría de ciudadanos no entienda qué es el dinero para que los banqueros y ciertos privilegiados con ese conocimiento puedan continuar ejerciendo el control de una mayoría felizmente ignorante.
La comparación con el fenómeno religioso no es casual. Usted y yo tenemos que tener fe en que esos papelitos (billetes) o esos trozos de metal (monedas) tendrán valor de cambio si pretendemos canjearlos por lo necesario (comida, vestimenta, etc.).
El por qué esos pequeños objetos (billetes y monedas) tienen valor de cambio suele ser tan poco entendible como la causa por la que un Dios bueno y poderoso, permite (¡o decide!) que un ser humano sufra un dolor que se parece tanto a una condena injusta porque nada malo hizo para merecerlo.
Los misterios de la religión nos vuelven temerosos de Dios porque no sabemos bien qué hacer para que no nos castigue como a esa pobre madre. Los misterios sobre el dinero nos vuelven temerosos de él, de quienes lo poseen en abundancia, de quienes pueden influir sobre su valor, de quienes pueden falsificarlo y en general, temerosos de un grupo de personas desconocidas.
Este temor que surge de la ignorancia nos vuelve inseguros, débiles, frágiles, es decir: fácilmente gobernables y explotables.
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