Desde que nací ando con la muerte en el bolsillo como si fuera una bomba de tiempo.
¿Qué hago escuchando las historias angustiadas de toda esta gente que si no me pagara la sacaría corriendo de mi consultorio por quejosa, aniñada e irresponsable?
Con los años he logrado que los pacientes me elijan por lo elevado de mis honorarios. Los colegas más jóvenes me preguntan cómo hago para cobrar lo que cobro y sabiamente hago algún gesto que los desconcierta.
He tratado de reproducirlo frente al espejo del baño pero sé que no me sale igual.
Debería ser más sincero: no es por el dinero exactamente que yo hago esto sino porque quiero saber cómo hacen los demás para pasearse por la vida con esta amenaza mortífera. Quiero saber cómo se mienten.
Tengo la ilusión de que algún paciente me dará sin querer la fórmula para no sufrir la amenaza de muerte.
El crecimiento de mi tarifa ha ido cambiando la clase de pacientes que atiendo.
Seguramente usted pensará que ahora atiendo a los más adinerados. ¡Error! Ahora atiendo a personas más pobres pero que se imaginan más culpables.
La suerte o no sé qué, ha instalado la creencia en que lograrán lavar su alma conmigo y eso se lo debo en parte a la religión.
Con los años he ido perdiendo dulzura, paciencia, humildad, tolerancia, diplomacia, piedad, delicadeza.
No solamente les cobro honorarios principescos sino que además aprendí a exigir el pago puntual. Perdí el pudor y ahora tomo el dinero entre mis manos, lo doblo cuidadosamente y lo pongo en mi otro bolsillo (donde no está la bomba).
Me temen y por eso son puntuales. Me confiesan cosas horrendas porque saben que seré cruel.
Cuando les doy el alta porque ya no tienen más llagas psíquicas para conocerse, me siguen llamando y dejan en la contestadora temblorosos saludos y hasta palabras de agradecimiento.
Sin querer he logrado parecerme a la imagen que ellos tienen de Dios: cruel, caprichoso, exigente, despiadado, terrible, injusto, intolerante, radical, extremista.
Si me lo hubiera propuesto, no lo habría logrado con tanto acierto.
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