Si usted sigue la publicación diaria que hago sobre la pobreza patológica, ya estará familiarizado/a con la idea según la cual «algunas personas se ven perjudicadas por la doctrina cristiana» (aquellas que exageran el desprecio a los aspectos materiales de nuestra existencia).
Menos veces he mencionado que es normal nuestra tendencia a realizar el menor esfuerzo posible por lo que no me parece condenable la búsqueda de estrategias facilitadoras de nuestra supervivencia.
Insisto en que resulta fundamental que para poder ganarnos la vida sepamos de nosotros mismos como única forma de conocer a los demás. Es ofreciendo nuestro trabajo a quienes lo necesitan que logramos lo necesario para sustentarnos económicamente.
Dicho de otra forma: para saber qué ofrecer tenemos que saber qué necesidades tienen los demás y para poder conocer a los demás tenemos que conocernos. Es imposible conocer al otro sin conocernos.
Y vuelvo al comienzo: Uno de los ejes de la ideología cristiana es la Divina Providencia, según la cual Dios es con los humanos un buen padre de familia, con la salvedad nada menor de que Dios todo lo puede.
Según el psicoanálisis, esta creencia está provocada por la nostalgia que sentimos inconscientemente de nuestra maravillosa vida intrautrina.
Pero la Divina Providencia cuenta con otros dos referentes importantes: nuestros padres cuando se hacen cargo de nuestras necesidades materiales (y ahí si son buenos padres de familia pero en sentido literal) y algunos gobiernos paternalistas, populistas, asistencialistas, proteccionistas, cuando satisfacen con sus políticas a quienes no pueden, no saben o no quieren ganarse el sustento.
Los gobernantes que aplican estas políticas logran ser endiosados por quienes, además de beneficiarse, creen en la Divina Providencia.
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