Un dios es un ser superior que posee todas las virtudes en grado extremo. Es inmortal, lo sabe todo, lo puede todo y está en todos lados.
A ese ser imaginario se le atribuyen algunas particularidades que también posee el dinero.
El dinero es inmortal porque no es un ser vivo; lo puede (casi) todo y está en todos lados (por qué es de uso universal). Queda afuera que «lo sabe todo» … aunque con él se puede comprar bastante información.
Esta incapacidad de «saberlo todo» se compensa con creces en que Dios tiene una existencia dudosa mientras que el dinero tiene una existencia verdadera.
Sin embargo, esa existencia imaginaria de Dios lo hace más amigable porque cada uno puede suponer las características guiado por su gusto y placer mientras que el dinero, por ser de existencia real, nos prohíbe fantasear con él.
Los creyentes creen saber más de su Dios que del dinero y seguramente sea así por la libertad que cada uno tiene de diseñarlo a su antojo.
De estas dos entidades que participan en nuestra vida cotidiana, nos llevamos bien con Dios porque lo imaginamos a nuestro gusto —pero no nos da de comer— y nos llevamos mal con el dinero porque no lo podemos imaginar sino que nos impone su realidad —pero él si nos da de comer—.
Este hecho podría ser una causa de pobreza patológica.
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